sábado, 27 de octubre de 2012

FUERZA CARIOCA




    Yo no usé "pantalón cortito" como decía Favio; pero sí jugaba en el barro luego de las lluvias de verano con grillos y ranas, con sapos y escuerzos. En el picadito con los pibes, con la pelota densa y pesada al patearla, como si Dios o el Diablo bromearan con nosotros sentados encima de ella.
    Extraña y dulce tortura la de ir dormido al colegio y en el auto de papá se oía la voz cansina de Magdalena Ruíz Guiñazú en la radio, quien me arrullaba con sus noticias matutinas. 
    La escuela siempre fu el patio del recreo y alguna que otra caricia tierna de aquella maestra. De alguna manera, mamá también estaba allí.
    Qué decir de las tardes libres y espaciosas donde a nuestros juegos no los doblegaba la caída del sol sino el grito desde nuestras casas exigiéndonos entrar.
   ¡Cuánta lucha psíquica y cuánto rechazo corporal ante aquel tirano baño y su inclaudicable verdugo: el agua tibia!

     En el fondo de mi casa hubo un galpón y también hubo una fiesta... Sandrita tenía un ojo desviado y mis amigos le decían "La Tuerta". Yo la amaba porque su diferencia la volvía más bella que a todas las demás.
    La púa del tocadiscos tocó un lento. Sandrita tomó mi mano y, juntos, atravesamos el umbral del galpón.
   Comenzamos a bailar en la obscuridad y, mientras avanzaba la canción, nuestros cuerpos se acercaron más y más. Nuestras narices reposaban la una en la otra.
      Yo intenté pensar en mis amigos, quienes estaban por ahí bailando, comiendo y riendo. Pero no pude concentrarme en ellos.

   Sandrita y yo bailábamos en la obscuridad con los ojos cerrados. De pronto, ella acercó sus labios a los míos, sin fuerza, hasta con cierto temor... Comenzamos a sentir el olor de nuestra respiración y así nos quedamos unos leves segundos hasta que su lengua fue abriéndose paso. Ahí nos encontramos.


     Al día siguiente llovió con una furia carioca sobre Buenos Aires. Y los grillos y las ranas, los sapos y los escuerzos me invitaban a jugar... Pero yo no pude salir.

      

viernes, 7 de enero de 2011

...

UNO

  Le hablo a César. Le propongo que venga a comer el asadito con nosotros, mañana por la noche. Me dice que sí. Le pido que traigan algo para compañar la cuestión. Obvio -concluye.

  Todo arreglado. Mañana haremos un asado en la casa. Pedro y Paula han llegado desde Argentina para presentar su música y su pintura en boliches de Santiago, Valparaíso y Coquimbo. La cumbia electrónica se abre paso allende el ande por primera vez. Y la primera vez es la que cuenta. Dicen. Yo creo. Sí. Así debe de ser.

  No sabemos muy bien cuánto tiempo estarán con nosotros. Nuestros amigos no esperan. Están apurados. También nosotros. Es la lógica de cualquier ciudad. Sin embargo, quisiera, por mi parte, hacer todo lo que sueño cada noche: Volver a la Vega a almorzar, ir al Galpón Víctor Jara y bailar con Banda Conmoción, la Floripón y Chico Trujillo. Quisiera que supieran, dérmicamente, que la cumbia acá es quien gobierna más allá de la Piraña. Pero el tiempo es una bandita elástica que se estira entre dos dedos: Entretiene, pero no alcanza.

  No importa. Algo haremos. Cualquier cosa es un buen comienzo. Un asado lo justifica. En la casa hay una guitarra. De los que vendrán, la mayoría es músico. Yo también rasgueo algo. Le doy duro y parejo y grito melodías que gustan por el simple echo de que están bien armadas, y que cualquiera que las quisiera interpretar, lo haría mucho mejor que su autor. Así es la vida: Rica. Llena de gajes y de oficio. Y ocio. El ocio que ejecuta la inquietud que genera cierto oficio sin destino o destinatario. Sólo errabundear.

  

viernes, 26 de marzo de 2010

SUCEDIÓ UNA TARDE DE ABRIL DE 1995







Estaba este pastor, jovencísimo, gritando sálmos y sentencias bíblicas a través de un micrófono inhalámbrico en la Plaza de Armas.
De pronto, desde una de las esquinas, la policía venía persiguiendo a un hombre.  Ni éste ni el pastor se vieron. Chocaron. El pastor cayó. El hombre trastabilló, pero pudo recuperar el equilibrio y continuó corriendo.
El pastorcito, desorientado y desde el suelo, gritaba eufórico: "Agárrenlón al conchasumare... ¡Agarrenlón!".

miércoles, 4 de noviembre de 2009

SILENCIO COTIDIANO



Qué cosa, che. Con treinta y un años de edad, yo todavía no me habitúo para nada a usar celulares. Soy demasiado tosco, yo creo. Cuando puedo los compro o me los regalan. Sea por una o por otra cuestión, lo importante es que tampoco me duran: O los pierdo en cualquier lugar y de las formas más estúpidas o, simplemente, me los roban. Bueno, ésto último suele también pasarme muy seguido. Supongo que no me percato del peligro. Tal vez, entre muchos ejemplos que mis amigos pueden contar, vaya parado en el colectivo a la hora pico de la ciudad pensando en... Nada. Mejor digamos que pienso en nada. Noto levemente que la gente a mi alrededor comienza a alejarse pero no le doy mayor importancia. Al bajar en mi parada, y luego de unos cuantos minutos, sino horas, me percato que alguien me chafó o la billetera o el celular o ambas a la vez. Luego de meditar cómo pudo haberme pasado -o me lo esclarifica Martita, mi novia- caigo en la cuenta que la gente se corría porque habían comprendido que entre nosotros había un punga, un cogotero, a punto de ejecutar magistralmente su trabajo. ¿Por qué nadie dice ni hace nada en esos casos? No importa ahora. Ese es otro tema...

Pero qué cosa. Yo, aquí, trabajando y pensando en cómo me aburro en ciertos días -como hoy, que no entró nadie al negocio-, y veo a este hombre, podría decir a este anciano que aún está lejos del consabido deterioro humano al que todos llegamos algún día; veo a este hombre viejito, decía, muy orondo tomándose un café con su amigo, un poco menor que él, y los dos no paran de hablar por celular.
Uno contesta una llamada y ya el otro desenfunda el suyo en busca de algún mensaje que, tal vez, no haya oído en vibrador. Al rato, al notar que el otro no corta, y de la nada, marca un número. Habla mirando al piso - su amigo también, pero cada cual en direcciones diferentes- y, sin razón aparente, comienza a levantar la voz. Luego corta, o se le corta la comunicación; esto no podría afirmarlo pues la expresión de su rostro es ambigua. Su amigo escribe un mensaje ahora. El anciano le habla mientras el otro escribe y, puedo suponer, le cuenta cosas celuleriles como "¿A vos te parece, estos aparatejos?" o "Yo no entiendo para que me insistió que tenga uno de estos cuando casi no podemos escucharnos ni hablar". Su amigo, levantando la mirada apenas un poquito, le responde "Ajá..." y sigue en lo suyo.

Claudia, la mesera pelirroja tan bonita y dulce -si Martita leyera esto me mataría, por eso no lo publico-, se acerca a la mesa. Al parecer el viejito la llamó y yo me perdí el gesto. Claudia se agacha para oír mejor lo que éste hombre le dice y yo pienso cómo puede ser que hable tan bajito ahora. Ella se va y al cabo de unos minutos, entre los cuales sólo se oye silencio entre los amigos, vuelve a la mesa y deja la cuenta en un platito de porcelana blanca y de forma rectangular.
El viejito y su amigo no articulan ninguna palabra, pero se pelean gestualmente. Uno debe decirle "Dejá, no te hagás drama, pago yo". El otro le responde, entonces, "ni se te ocurra, la otra vez también pagaste vos. Ahora me toca a mí". El viejito, deteniendo con su manecita arrugada el movimiento del brazo de su amigo, quien se predispone a sacar su billetera de simil cuero de color negro, lo mira y le sonríe, por lo que se debe comprender un tajante "Dejá, Mauricio - o José o Víctor Manuel, qué sé yo-, la próxima y la próxima pagás vos, ¿te parece?". El amigo del viejito desiste en silencio. Todo quedó clarísimo.

Lo que sí, ahora tengo la sensación de que debería seguirlos cuanto menos unos días para saber si, efectivamente, Mauricio - o cómo se llame- pagará los próximos tragos. Es decir, el próximo y el próximo, se entiende.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Así escribe Lola:







“Me quedé inmóvil tratando de pensar qué hacer antes de morir, porque, a mi parecer, la muerte era segura después de haber ingerido esos hongos.


El Barba estaba en el trabajo y no escuchaba el celular. Llamar una ambulancia me parecía ostentar mucho mi muerte y generar chusmerío en el barrio.


Quería morir acompañada, eso sí, porque sola es deprimente.


Pensé que el mejor lugar es un shopping o un super o una casita de fiestas infantiles llena de vida y chiquitos jugando que saltarían sobre mi cadáver y habría globos de colores…”

sábado, 26 de septiembre de 2009

La Insaciable Necesidad De Cantar





Silbo cuando escucho música clásica. Particularmente: Chopin, Lizt, Beethoven, Rimski-Korsakov y Rajmáninov, entre otros.

Comprendo que si ellos me oyeran silbar sus obras, me patearían el culo.

Por suerte ellos están muertos y yo, como tantos, nací en una pobreza que no sabe de aristocracias musicales.

martes, 8 de septiembre de 2009

Falsa Complicidad






Ella había cumplido veinte años hacía un mes y él la aventajaba casi tres juventudes. Yo no podía comprender el hecho de que los dos fueran amantes. Y sin saber absolutamente nada de sus vidas y su pasado solamente podía suponer.

Quizá ella buscaba la madurez en aquella relación porque, a fin de cuentas, no buscaba sino poder amar al padre ausente. A él, por su parte, la relación le ayudaba a mantener su orgullo masculino y, a su vez, intentar recobrar su perdida juventud. Supuse que ese horrendo y desagradable hombre, nuestro jefe, sentía el vaho y los ojos de la muerte demasiado cerca y fuertes como para hacerle frente.


En aquella distribuidora uno trabajaba a desgano y se sentía mal, y no sólo por las arduas y pesadas jornadas que debíamos soportar por un mísero salario. Verlos juntos todo el día, sonriendo y acariciándose en una falsa complicidad, era el peor de los castigos: Siempre se tenían ganas de vomitar.

miércoles, 2 de septiembre de 2009


Un Mini Cupper Verde Inglés





Al segundo día de mi llegada a Galicia, aun cansado de mi viaje y sin poder quitarme de encima el horario de Buenos Aires, me llamó por teléfono Pablo, uno mis tantos primos españoles.

Tuve que levantar mi cuerpo de la cama, vestirme dormido y bajar hasta el bar donde me esperaba. Pablo estaba ansioso por conocerme y llevarme a conocer su terruño.


Al verlo no pude distinguir ningún rasgo de mi familia paterna. Es más, vi a un tipo pintón, fachero y carilindo, con una nariz respingada y perfecta. No como el gancho de aguilucho que nos caracteriza. Nosotros, los Gutiérrez, solemos ser simplemente interesantes y una máxima que siempre ha distinguido a mi familia ha sido: “No le pidas peras al olmo”. Pablo era la excepción que siempre creí no existiría.


Nos presentamos, yo bebí un café bien negro y fuerte para despertar del todo y salimos hacia la Plaza Barceló donde estaba su auto estacionado. A la distancia sonó una alarma y tintinearon las luces de un bellísimo Mini Cupper de color verde inglés. Era un auto hermoso, pequeño pero ganador. Y estaba altamente tuneado. Mi primo era alto pistero.


Bajamos hasta la ría y cruzamos el Puente de los Tirantes. Tomamos la otra orilla y fuimos en dirección a Poio. Mientras subíamos por la ruta Pablo me preguntaba si me gustaba Pontevedra, si ya conocía España. Yo le respondía secamente, algo cohibido. A fin de cuentas, fuese mi primo o no, era la primera vez que le veía en mi vida y ante situaciones similares casi nunca sé muy bien cómo reaccionar. Mi primo seguía preguntándome sobre todo y mis respuestas se tornaban peor que las respuestas de un cuestionario de verdadero-falso. Pronto nos callamos.

Pasamos Poio y de ahí en más mi memoria perdió los nombres de los pequeños pueblos por los que atravesábamos. En cierto lugar Pablo se desvió del camino. Quería mostrarme el departamento que había comprado sin que su madre lo supiera. Era una enorme construcción sin terminar, como las tantas que se pueden ver hoy en Galicia. No me causó ninguna impresión, apenas era una estructura de cemento vacía. Pero me alegré por él y lo felicité.


Volvimos a la ruta. Le pregunté hacia dónde iríamos. A San Xenxo, me contestó Pablo. Allí está una de las mejores playas de Pontevedra, y pude comprobar que es cierto. El agua del mar es exageradamente cristalina y desde el mirador se podían ver los tintes que jugaban entre el verde, el gris claro y el azul profundo. Daba pena el tornillo que hacía aquella tarde de Abril. De lo contrario, me hubiera desvestido y me hubiera zambullido en el agua de cabeza.

Pablo me contaba que allí arriba, por toda la costa de San Xenxo, era donde estaba la movida, la diversión. Monstruosas discotecas una al lado de la otra, las cuales abrían sus puertas alrededor de las cuatro de la madrugada, auguraban la prolongación de la fiesta y la felicidad a pura música electrónica. El Paraíso, según mi primo español.


Volvimos a la Plaza Barceló, estacionó el auto y yo creí que mi paseito había terminado. Aun faltaba mucho por conocer, al parecer, y Pablo estaba absolutamente convencido que me llevaría por toda Galicia esa misma noche.


Fuimos a un bar moderno pero con cierto estilo irlandés. Allí estábamos tomando unas cañitas con dos amigas de mi primo, de las cuales no recuerdo sus nombres pero sí recuerdo que eran preciosas. Niñas bonitas de diecisiete o dieciocho años, no más.

Una de ellas nos contó una de sus tantas anécdotas, la cual yo recuerdo de la siguiente manera: La flaca tenía dieciocho años recién cumplidos y aun no había terminado la “prepa”. Al parecer tenía que dar un examen para recibirse, matemáticas, materia en la que siempre falló. La última vez que lo intentó le pasó lo siguiente…

Ella estaba en su departamento supuestamente estudiando cuando de pronto la llama su madre al celular. Ésta le dice que está en el garaje y le pide que baje de inmediato. La piba no entendía nada de nada, pero tomó el ascensor sin pensárselo mucho. Allí abajo estaba su madre y su padre y detrás de ellos un flamante auto nuevo con un cordel de regalo que lo atravesaba de una punta a la otra. Entonces la madre le dijo: “Si mañana apruebas la asignatura, este carro será tuyo”.

La flaquita aun sigue estudiando para dar el examen de matemáticas y el tu-tú fue devuelto a la agencia.


La risa, simplemente, estalló. Yo también reí, debía hacerlo por respeto a los amigos de mi primo Pablo. Pero pensaba: “¿Qué carajo estoy haciendo acá?”. Di cualquier excusa, a Pablo en primer lugar, y me largué de ahí. Realmente estaba cansado del viaje y no tenía ánimos para comprender, todavía, los problemas de otro tipo de sociedad.

lunes, 31 de agosto de 2009

Los Testigos De Jaimito



Salía en la mañana de mi casa bastante dormido cuando me topé con dos mujeres. Me preguntaron si tenía un minuto puesto que necesitaban hacerme una pregunta, y yo, tan despistado, les dije que sí, que no había ningún problema. Pero lo había: Esas locas resultaron ser evangelistas.

¿Hace cuánto tiempo que no me molestan? Puedo afirmar, con sinceridad, que más de diez años. Particularmente desde que me revelaron el secreto para espantarlos.


Mi compañero en la escuela primaria se llamaba Fabián Escudero. Era alto, delgado, rubio y de ojos azules. Llevaba el pelo siempre engominado, por lo que parecía esos niños de los años 40’; y de todos nosotros, era la pulcritud en persona. Hablaba poco y era un niño correcto, por lo que era presa de nuestras burlas y de nuestros deseos de golpearle. Pero eso no tenía nada que ver a la hora de las piñas en el recreo: Yo fui el primero de los cinco en caer al suelo con el labio roto cuando creíamos que podríamos humillarlo. Sí, Fabián Escudero era calladito, modosito, pero ningún boludo. Cosa rara para un niño evangelista.


Mis padres salían todos los sábados por la mañana. Iban al centro de la ciudad a comprar verduras, pescado y frutas a la feria trashumante, por lo que me quedaba solo en casa. Antes de salir mi madre me decía: “Ojo con el gas; siempre cerrá la llave de paso. No pongas música muy fuerte. Y no le abras a nadie, aunque te digan que nosotros lo mandamos”. Mi padre, por su parte, me reprendía diciéndome que no prendiera las luces: “Usá la luz del sol”. Jamás pude comprender a qué se referían. Casi nunca prendía las hornallas para calentar siquiera el agua para el mate, no oía música porque me gustaba ver televisión y no prendía las luces por considerarlo un acto estúpido. Además, dormía casi toda la mañana hasta que ellos volvían.


Por la cuadra de mi casa pasaban miles de vendedores ambulantes vendiendo antenas para televisores, tendederos para colgar la ropa, espejos, azafrán y hasta libros usados. A todos les decía lo mismo. “No, no. Gracias”. Y volvía a mi cama o al sofá. De quienes no podía librarme con tanta facilidad era de los vendedores de la palabra de Dios.


Los padres de Fabián eran, de entre los hermanos, de los más entusiastas y lideraban un grupo de ocho o diez personas encargadas de peregrinar justamente en mi barrio. Su madre se llamaba Sofía. Era una mujer altísima de cabello lacio y rubio y sus ojos eran de color celeste. De joven habrá sido, seguramente, una bellísima mujer.


Sofía llegaba a media mañana con un grupo de mujeres a la puerta de mi casa y tocaba el timbre o golpeaba las manos hasta que le contestaran. Jamás pude hacerme el distraído, por lo que solía hablarles desde la ventana. “Mis papás no están ahora”, les gritaba. Pero no las amedrentaba en lo absoluto. Les daba una pena enorme no encontrar a mis padres en ese momento pero me pedían que me acercara a la puerta de calle para, cuanto menos, oír lo que ellas tenían para decirme y, así, yo se lo diría a mis padres a su regreso.

Por supuesto yo era un niño de unos seis o siete años al que le costaba poco y nada confiar en cualquier persona del mundo –aun cuando me hayan aleccionado para desconfiar de todos-, pero tampoco era tan tonto. ¡Los Testículos de Jehová, como solíamos llamarles con mis amigos, querían tenderme una trampa! Les insistía en que no podía abrirle la puerta a nadie y menos aún acercarme a la reja. Ahí era cuando aparecía Sofía. Me saludaba y me decía que era la mamá de Fabián. Con eso bastaba. Ella sabía que no podía negarme a saludar a la madre de mi compañero de escuela. Entonces debía salir y comerme una perorata divina de cuanto menos veinticinco minutos. Y de todo cuanto Sofía me decía, apenas si me quedaba alguna que otra frase suelta en mi memoria, más las mil doscientas veces que utilizaba la oración “Dios, nuestro Señor”.


Así viví al menos hasta los doce o trece años de edad. Siempre sucedía lo mismo. Las mismas mujeres, el mismo intento por mi parte de negarme a salir y, por supuesto, el mismo chantaje de Sofía, aun sabiendo que Fabián había cambiado de escuela hacía ya cuatro años y lo veía muy de vez en vez en el almacén de Doña Enriqueta cuando me mandaban a comprar.


Cierto día me reencontré con Fabián Escudero en la fiesta de un amigo que teníamos en común. Lo vi cambiado: Ya no llevaba el pelo engominado sino un corte muy moderno. Vestía pulcramente, es cierto, pero se notaba que le importaba la estética y le gustaba cualquier prenda que no fuera el consabido traje de vestir de color gris, camisa banca y corbata negra.

Recuerdo que me impactó verlo fumar cigarrillos y, peor para mi asombro, beber cerveza como el que más. Me acerqué, nos saludamos y nos pusimos a conversar. Yo le preguntaba, o medio le reprendía, si sus padres estaban al tanto de que fumaba y bebía. Fabián se me rió en la cara como si le hubiese contado un excelente chiste o una vieja infidencia. Me quedé atónito e inquieto, sin saber qué decirle. Y aunque ya éramos bastante grandecitos, el recuerdo de la golpiza me desanimó para embocarlo en la napia.


Mi viejo compañerito de escuela fue a buscar unas cervezas, se sentó nuevamente a mi lado, me dio una botella, me abrazó y me preguntó si yo verdaderamente creía que él podía profesar las mismas pavadas en las que creían sus padres. Nuevamente me quedé sin respuesta.

Entonces Fabián fue explicándome el hecho de que sus padres se hayan convertido al evangelismo, y aún cuando a él mismo lo hayan bautizado bajo esa misma fe, no significaba que él fuese evangelista por defecto. Fabián tenía muy en claro desde pequeño, según me contaba, que quería ser cualquier cosa antes que un predicador o, simplemente, un imbécil más teniendo que dejar de vivir y ser feliz para tener que peregrinar calles y calles en busca de adeptos. Y lo que más le gustaba a Fabián Escudero, además de los cigarrillos, los amigos, el escabio y las chicas, era, en definitiva, el dinero.


Me confesó que los evangelistas mueven toneladas de dinero y que, las más de las veces, aparentan no tenerlo cuando, en realidad, lo tienen y en cantidades para derrochar. Pero el problema, o lo que a él no le gustaba, era que no le sacaban ningún provecho. Y Fabián quería guita: Plata para comprarse lo que quisiese, para viajar a donde desee y hasta para malgastarla en estupideces que le dieran un mayor estatus –o, simplemente, placer-.


Conversamos y nos reímos durante toda la noche y nos sentimos, al menos yo lo sentí así, como si hubiésemos sido de los mejores amigos en la infancia. Creo que así sucedió porque él se complacía que alguien del pasado descubriera su más íntima verdad, puesto que jamás dejó de ir con sus padres a la iglesia ni de salir a evangelizar con su padre por otros barrios hasta que fue mayor y se fue de la casa y del país. Y por mi parte lo sentí cercano porque pudo confirmar mi idea de que ser evangelista puede ser una tortura viviente y, también, porque lo vi como un descarriado de la senda del Señor. No, mejor aún, como el mismísimo Lucifer: Inteligente, sagaz, dramático, complaciente y con deseos muy precisos y claros.


Luego de la fiesta viajábamos en el colectivo recordando pendejadas de escuela, de la frígida de la directora que nos castigaba hasta por respirar y de mil cosas más. Sin embargo, algo me quedaba picando en la cabeza. Le pregunté, entonces, por qué él siendo hijo de padres evangelistas y perteneciendo a los Testigos de Jaimito –como se les conocía despectivamente por la gente del barrio-, y sin faltar a las costumbres familiares y religiosas de los suyos, haciendo finalmente lo que realmente quería, por qué no se copaba y le pedía a su madre, a Sofía, que me dejara en paz y que entendiera que ni yo ni ninguno en mi familia estaba interesado en lo absoluto en convertirse al evangelismo.


Antes de bajarse del colectivo me preguntó si realmente quería deshacerme de ellos y de sus continuas visitas de sábado por la mañana. Le contesté que sí, que era una de las cosas que más deseaba en la vida. Fabián se rió y me dijo: “La próxima vez que vayan a tu casa salí hasta la puerta con una gran sonrisa, pero lleváte encima la imagen de la Virgen María”.

sábado, 22 de agosto de 2009

EL DESIERTO

I



Hombres armados irrumpieron en nuestro pueblo. Venían en nuestra búsqueda.
Hoy rememoro sus rostros y estoy seguro que la mayoría no pasaba de los diecisiete años de edad. Y sin el fusil en sus manos y el odio en sus ojos, que nos aterraba en la espesa madrugada, uno podría haber pensado que no eran más que adolescentes jugándonos una broma pesada.

Mi padre siempre nos decía que el hombre sabe cuando está enamorado porque siente un leve cosquilleo en el pecho, muy cerca de su corazón. También nos decía que aquellos que carecen de la capacidad de amar se tornan irascibles y acaban generando dentro de sí la ignorante envidia que suele enceguecer la razón. Eso, según mi padre, se sentía simplemente en el estómago, porque allí es donde se recrea el odio y su absurdo.
Sus gritos nos obligaron a salir de nuestras casas y yo me los imaginé como si todos hubieran sido engendrados por un enorme estómago putrefacto.

Por oriente se vislumbraban los primeros rayos de luz. En apenas unas horas nos habríamos despertado para recomenzar con nuestra jornada. Por un momento sentí que todo el sonido del mundo había desaparecido y miraba al sol como si fuese por primera vez.

Aquellos hombres comenzaron a golpearnos. Mi abuela, la madre de mi padre, no había podido tomar su dentadura postiza cuando la arrastraron hacia la calle. Eso no valió de nada ante la diversión de los soldados. La golpearon con la culata del fusil y reían al ver brotar la sangre de las encías de la pobre vieja. Lloraba, caída en el suelo, y mi padre la abrazaba con desesperación mientras levantaba su brazo izquierdo para protegerla.
¡Que valga el ejemplo!, gritó uno de ellos, al parecer de mayor rango, al tiempo que golpeaba a un hombre en el estómago. Ahora afuera, espetó. ¡Afuera escorias!

Por un momento sólo hubo silencio. Aquel hombre caminaba de aquí para allá, observándonos, mientras tarareaba una vieja canción. De pronto se paró frente al padre de mi amiga Héléne y lo golpeó en la mandíbula. Al caer al suelo, seis soldados se afanaron con su cuerpo. Su esposa intentó cubrirlo, pero sólo logró que la tomasen de los pelos y la arrastrasen al interior de su casa. La niña corrió detrás de ella y un soldado la atajó, la empujó y le dijo que iban a purificar a su madre…
Allí estábamos, en el medio de la calle, temerosos y casi desnudos. Entonces los soldados entraron a nuestras casas y las rociaron con gasolina. Pero no prendieron fuego. Al contrario, se parapetaron, quieto y ausentes, al frente de cada casa. Esperaban. Ellos sabían algo. Nosotros, nada. Nuestro temor se tornaba irracional, pues ni siquiera pensábamos en la muerte sino en algo mucho peor. ¿Pero qué puede haber en este mundo que sea más terrorífico que la propia muerte?

Un auto de color negro se acercó lentamente y de él bajó el que supuse era el General de las tropas. Llegó hasta nosotros con pasos satisfechos y se paró frente a los soldados, reposando sus manos en su espalda. Levantó su vista y ante un leve gesto de cabeza los soldados lo saludaron al unísono. Aquel hombre parecía no importarle nada en lo absoluto.
El General, que bien pudo ser mi abuelo o el tío de mi amiga Héléne, nos observaba en silencio, orgullosa y desafiantemente. Su rostro nos mostraba una gran sonrisa maliciosa. En ese momento no pude comprender cabalmente por qué ese hombre sentía tanto placer.

Luego de pasearse ante nosotros se quitó el sombrero y habló. Su voz era como el grito de un animal en peligro, ronca y desesperada, que nos decía que nosotros no éramos dignos de tan bella tierra y que, por ello mismo, debíamos huir de ella pues “en una Nación de hombres y mujeres fuertes como la nuestra no hay cabida para los débiles”.
El General volvió a callar. El silencioso aire matutino iba cortándose por los gemidos de nuestras madres cuando aquel volvió a mostrarnos su horrible dentadura al tiempo que gritaba una orden sin siquiera mirar a sus soldados. “Quémenlas”, había dicho y me figuré que él era la representación viva del Diablo.

Vimos arder nuestras casas. Queríamos comprender lo que sucedía y creíamos que aquello era un horrible sueño. Estábamos temerosos, no sabiendo qué hacer ni siquiera qué decir.

II

Las tropas nos rodearon y nos obligaron a caminar. Estábamos cercados por los soldados de la misma manera en que los perros cercan a las ovejas. Debíamos seguirles.
Nadie podía escapar y a nadie se le ocurría aquello. No sin comprender lo que verdaderamente estaba sucediendo. En silencio, caminábamos su camino. Mis padres así lo hacían, sosteniéndose de las manos, y así también lo hice yo y todo mi pueblo.

Al cabo de una hora salimos de la ciudad, quedándonos cara a cara con el desierto. Allí seguimos caminando alrededor de dos horas cuando de pronto las tropas se detuvieron. Los soldados rompieron el corral y armaron una fila detrás de nosotros. La gente se preguntaba qué podría suceder ahora, qué es lo que pretendían de nosotros. Mi abuela miró a su hijo y le pidió que no la dejara: “No quiero estar sola”, recuerdo que le dijo. Mi padre la miró con endurecidos ojos y la tomó en sus brazos. “No te preocupes, madre. Estaremos juntos. Eso es lo único que sé”. Al oír decir esto a mi padre tuve la vaga certeza de que tanto él como mi abuela eran los únicos de entre nosotros que habían comprendido lo que habría de suceder.

Mientras el Ejército Turco nos vigilaba en aquella disciplinada formación, llegó hasta nosotros un camión con soldados de alto rango, de entre los cuales se encontraba aquel que había mandado a quemar nuestras viviendas.
Era ya de día y comenzaba a sentirse agobiante el calor de aquella región. Todos sabíamos que aquel habría de ser uno de los días más calurosos del año y comprendíamos que en días así lo que más escaseaba era el agua.

El General caminaba de un lado a otro diciéndonos que no valíamos nada para él y para su grandiosa Nación. Se dio media vuelta y saludó a sus soldados. Estos le respondieron marcialmente. Volvió a girar hacia nosotros, observándonos con una satisfacción aún mayor que la primera vez, y dijo: “Ya no tienen más nada que hacer aquí. Pero estén tranquilos, no hay por qué temer. Lo único que deben hacer para obtener vuestra libertad es acatar tan sólo una orden mía; una simple orden de nuestro Estado que de vosotros se apiada”.
Hubo, entonces, un breve silencio. Los hombres se miraban con una extraña esperanza, frunciendo el entrecejo para caer nuevamente en la misma congoja con la que habían sido despertados. El General nos preguntó si habíamos comprendido lo que nos había dicho. Ninguno supo responderle. El hombre sacó un revolver de su cinturón, dio dos disparos al aire y gritó: “¡¿Entendieron?!”. Aterrorizados, afirmamos con la cabeza.

El General miró a sus tropas, rió y les dio el permiso para que también rieran. Las risas hacían temblar a los niños, incluido yo. Aquel hombre era feliz. Mi abuela, abrazada a mi padre y con sus labios cubiertos de sangre, le repetía que no la abandonase. Mi madre me sujetaba de los hombros y yo sólo quería abrazar a Héléne.

Su horrorosa voz de mando nos obligó a darnos vuelta. Volvíamos la cara al extenso desierto. Héléne abrazaba a su padre. Su madre no estaba entre nosotros.
La última orden que aquel General, gozoso y complacido de su misión, nos impartiera jamás la podré olvidar: “Allí tenéis vuestra codiciada libertad. La tenéis frente a vosotros. Si la queréis, obedecedme… Allí, su libertad. Pronto, a correr. ¡A correr, dije, escorias! ¡A correr!”.

viernes, 7 de agosto de 2009

ESTOS RAROS TANGUEROS NUEVOS


A don Gerardo Rojas, oriundo de Santa Cruz, Bolivia, una tarde se le dió por escribir una canción hermosísima que, así mismo, no deja de ser cruda y triste. La llamó "El Cambá" y estaba dedicada, claramente, a esa gente que trabajaba sin jornal fijo, a la buena de dios, que a fin de cuentas no era otro sino el patrón, y el cual era explotado de todas las formas habidas y por haber.
La canción va contando, entre otras cosas, la intención de este cambá de salirse del trabajo. Pero sucede que, cuando lo encara al patrón pidiéndole que le "cierre la cuentita" y le pague lo ganado, el dios blanco lo manda a azotar con cien latigazos: "Dénle dos arrobitas, nomá".

Años más tarde, el cantor Uruguayo Alfredo Zitarrosa tuvo la oportunidad de viajar a aquel país para dar una serie de espectáculos. Lo que no sabía Alfredo era que, en algún momento, habría de conocer, tal vez en una guitarreada con otros músicos bolivianos, la canción de don Rojas.

Conociéndo mínimamente la persona de Alfredo Zitarrosa resulta una obviedad el echo que la haya tomado para sí y "El Cambá" se haya convertido en una canción más en su repertorio. Por supuesto no fue un gran reto, pero se cuenta que le costó tener que aprender aymará para comprender cabalmente esa canción.

Al volver a su patria, Alfredo dió un concierto en el Teatro Odeón donde más que dar un espectáculo musical imparte una verdadera clase magistral sobre historia del folclor latinoamericano. Allí, frente a miles de espectadores, nuestro cantor cuenta cómo conoció la pieza en cuestión y la canta con mucha timidez.
Así comienza a cantarla: Primero, teniendo el recato con su público, ya que estaba presentado una obra que podría resultar extraña. Segundo, su voz, esa voz grave y poderosa, parecía salir detrás de un árbol frondoso donde nadie pudiera verle. Pero, tercero: De repente Zitarrosa abre sus ojos, como quien acepta el fracaso y la derrota, y ve que en las primeras filas la gente sonríe y aplaude y algunos se levantan de sus asientos.
Cuarto: La sangre comienza a subirle por los pies, la transpiración va desapareciendo y la mandíbula se relaja; y al fin su voz vuelve a ser grave y dulce, tan rica que abraza.
Quinto: Al terminar "El Cambá" los aplausos estállan en el Odeón. La gente grita y silba y pide más. Zitarrosa, sin pensárselo dos veces, comienza a guitarrear nuevamente la canción. Pero esta vez es diferente, porque se siente que no es simplemente un cantor el que canta, sino todo un pueblo.


A mi madre siempre le fascinó Zitarrosa y yo no pude evitar inmiscuírme en ese mundo. Conocí esa canción en Argentina gracias a un amigo que tenía el cassette de esa legendaria presentación.

Ahora me toca en suerte estar en Chile donde trabajo en una librería en la cual no sólo vendo libros, sino tambíen música.
Esta mañana, harto de oír los mismos discos y vinilos de costumbre, me arriesgué y coloqué el CD de una orquesta de tango Argentina, de la cual me siento absolutamente decepcionado.
Se llama "La Chicana" y es, como oí decir alguna vez , el típico "Tango for export". ¡Y vaya si resulta efecto este tango exportable! Este tango insípido y sin sal, queriéndose hacer pasar por arrabalero, lunfardo y pendenciero, que está grabado en estudios en Nueva York y con vocalistas con mucha profesión pero vacíos de sentimiento... Este tango de esta orquesta tan visiblemente fabricada son los que gustan más en este lado de la cordillera. Pero eso no es algo tan malo. Así son las reglas de este inacabable juego donde suelen perderse los significados y así, hoy en día, es como yo tengo que entenderlo.

Pero la piel se me erizó y me llené de vergüenza al oír la nefasta y demasiado estilizada versión de "El Cambá". Al oírla, tan tierna y casi inocentona, uno termina creyendo que el cambá es una especie de perrito alegre y juguetón que nos enternece tanto, ¡tantísimo!, que nos dan ganas de sacarlo a pasear.

miércoles, 5 de agosto de 2009

¡NI A PALOS!

Si algún día llegara a convertirme en el logi del organito y tuviera amigos de esa calaña...



Por favor: ¡Mátenme!

viernes, 31 de julio de 2009

ESTADO DE ANIMO

Estar absolutamente desilusionado sin saber por qué. Sentirse más estúpido que cualquier otro día. Perder la autoestima con la misma facilidad con la que se pierde la suerte en los hipódromos y los casinos -o en los viejos y oscuros tugurios donde mana el fétido olor de la lubricidad-. Sentir la imperiosa necesidad de componer una canción cuando lo que falta es la guitarra o el piano, la okarina. O peor: conseguir el instrumento y darse cuenta que se perdieron las ganas de hacerlo. Saber que siempre existen las ganas de salir, hasta que llega el sábado y ese día, en particular, acaba resultando peor que todos los domingos y algún que otro lunes. Pensar en cosas del tipo: ¿Por qué no me deciqué a estudiar economía, derecho: Medicina? ¿Por qué dejé la escuelita de fútbol de Marangoni? Enojarse porque los amigos nunca llaman por teléfono y decidir, en represalia, no llamarlos nunca más. Pasar largas jornadas, sino décadas, de absurda soledad, llorando la carta al ignominoso Destino por prohibirnos toda posibilidad de amar o de ser amados -ésto último más que nada, primero que todo-. Y luego... Luego sentirse sofocado de tanta pareja y desear, infatigablemente, a todas sus amigas y, por supuesto, a las miles de desconocidas que caminan por la calle. ¡Ansias de soltería, cuando no hace mucho se gritaba, lastimeramente, de dolor ante el constante remolino de aguas siempre turbias de la unisexualidad! Ver una linda campera de cuero en la vidriera, un buen disco en la disquería, unas cuantas películas originales, un buen equipo de audio para el auto en aquella casa de electrónica... Y comprarlo todo... Para llegar a tu casa alquilada y volver a cenar hamburguesas y beber agua de la canilla. Pensar más de la cuenta para tener en claro que uno debería morirse para saldar su propio destiempo. Sentir odio ante el intelectual que suele olvidar su origen y envidiar al pájaro, aunque esté encerrado en una jaula.

VUELO 480

En mi día fui solo al Tío Bizarro a festejarme.
Bruno fue el único de mis viejos amigos que apareció. Birreamos hasta las cuatro de la madrugada, lo cual era tarde siendo miércoles. Fue realmente grato verlo: Nos reencontramos en la conversación, algo que no nos sucedía desde largo tiempo.
Ya no festejo mi cumpleaños. Me importa una mierda hacerlo. Es más, solo me siento mejor.
Once de septiembre. En estos momentos estoy saliendo de Retiro en un ómnibus hacia el aeropuerto, donde tomaré el avión que me llevará a Santiago de Chile.
Son las seis y media de la tarde y el sol no se ha escondido aun. "Brilla para mí, mi amor", pienso.
Vamos por la avenida a paso de burro cargado. El tráfico está pesado. A mi izquierda está Puerto Madero con sus enormes galpones de ladrillo de color rojo. Más allá, donde ve mi memoria, se abre el brazo artificial del río.
La luna, pequeña y apenas vislumbrada, está en lo más alto del cielo. Está casi llena y no sé por qué flasheo que está soñadora y feliz -pienso en mujeres embarazadas-. Los mástiles de la fragata San Martín, erectos, parecieran codiciarla -pienso que pienso demasiado en el sexo.
Por el carril de enfrente pasan, lentamente, todos los camiones del mundo. Dejamos atrás el puente de la mujer. Sé que en algún lugar está la reserva ecológica, a la cual jamás fui por pensar que tendría todo el tiempo de mi vida para hacerlo. No me arrepiento tampoco. Y me doy cuenta que estoy realmente asombrado, aún cuando haya pateado esta costanera sur más de mil veces.
Suena mi celular. Llega un mensaje de texto de Max que dice: "Uno viene a la vida para ser conmovido". Me río pensando que eso mismo es lo que habrá querido decirme diez minutos atrás cuando nos despedimos en el terminal de ómnibus. Cruzamos la avenida 9 de Julio, busco un punto de referencia, el obelísco o cualquier cosa, y digo: "Gracias, Max".
Uno viene a la vida para ser conmovido. Para quien no lo sepa, esa frase la escribió, la dijo y la cantó más de una vez el Indio Solari, ese sabio autodidacta y terrenal que, junto a Luca Prodan, supo avivarnos que el destino de todos es un drácula con tacones o autos blancos que llegan para traicionarte.
En unos largos minutos me embarcaré por la puerta 'S' del vuelo 480 de la aerolinea chilena. Estoy sentado, tomándo el porrón de cerveza más caro que yo haya pagado, frente a un gran ventanal por el cual veo aviones, luces, camiones y gente vestida de verde fosforescente. Ahora sí que no pienso en nada, porque estoy escuchando mi canción... "Mañanas de sol/ bajo por el ascensor/ Calle con arbóles/ chica pasa con temor...".

viernes, 24 de julio de 2009

CINCUENTA ANIVERSARIO

Hubo como un susurro o silbido en la habitación.
- ¿Qué? –dijo de pronto.
- No, nada. –contestó ella.
Y perpetraron nuevamente el silencio.
- ¿Segura? –inquirió él, algo molesto.
- Segura, querido. No dije nada –sentenció ella.
Y consumaron el matrimonio una vez más.

SIESTA SANTIAGUINA

Sobre la inmortalidad del campo, el árbol sigue creciendo sin más explicación que su silencio. No hay edad para sus raíces. Tan sólo la dispersión del tiempo que, abrazando su copa cual apacible viento, muere y renace con todas las lluvias, con el descanso de cualquier día.
Llega Santiago al pie de este árbol sin ser reconocido y, mientras su nombre posa sus espaldas sobre la longevidad de esta corteza, recurre a la quietud de su forma, disponiendo su atareada existencia a la ignorancia de la historia de la que es parte cada una de sus ramas. Busca la serenidad de un sueño ajeno a él, propio de aquella sombra.

Pasado el mediodía toda verdad se disipa, la mentira es irrecurrente y las preocupaciones son desterradas a una efímera y certera lejanía necesaria. Santiago duerme a un costado del camino y quien por allí pase casualmente caerá en plena confusión por no saber si a los pies de aquel árbol duerme un hombre o si en sus espaldas descansa, rendido, su ombú.

LA ERA DEL ABURRIMIENTO

Una mujer uniformada de verde no vio al que subió la escalera. Había llegado al cuarto piso de aquel edificio para responder a una denuncia harto conocida. A su encuentro salió la chismosa del piso o la “lora del 4º C”, cómo le llamaban sus vecinos, diciéndole que el hombre que ella buscaba había tomado las escaleras que llevan a la azotea. La mujer de verde se apresuró sin siquiera dar las gracias a la pobre vieja solitaria y parlanchín, corriendo escaleras arriba con un formidable estado atlético a pesar de sus veintinueve años. ¿Qué eran cinco pisos para una mujer como ella, gozosa de su formación militar? “Pan comido”, pensaba sin pensar ante los últimos escalones.
La puerta de la azotea estaba abierta de par en par. La mujer cogió su arma y salió fuera no sin antes dar una ojeada panorámica al sitio. Nadie a la vista. Caminó hasta la barandilla y la recorrió metro a metro. Colocó su arma en el agujero de la chimenea, al tiempo que sus ojos se acercaban a aquella boca negra por encima de su custodia de hierro. Nadie. Volvió sobre sus pasos, siempre alerta, tratando de encontrar a aquel que había robado la tienda denunciante, pero nadie estaba allí. Nadie a quien arrestar.
La mujer uniformada de verde oliva enfundó su quinto miembro al tiempo que maldecía a su jefe, a la chusma y a la vieja guacamaya. Nada había valido su corrida presurosa y la perjudicial tensión ante un estado de alerta, ante peligro cualquiera, había sido vana. Con el sentimiento de haber sido burlada una vez más bajó las escaleras esperando no encontrar a nadie.

Al llegar al cuarto piso salió a su encuentro nuevamente la chismosa del 4º C, quien le preguntó si había encontrado al malhechor. La mujer de verde, masticando bronca de días, le pidió a la vieja que no mintiera y le dio la espalda sin siquiera saludar. “Pero es verdad”, gritó la viejecita desde atrás y la mujer de verde le gritó “Mentirosa” sin mirarla. Lo último que escuchó la mujer oliva fue un sordo “Mala agradecida” y salió a la calle.

La uniformada estaba harta. Sus días habían comenzado mal desde que se alistó en el ejercito, pues para aquel entonces ya se había reestablecido la democracia, aún cuando la habían ilusionado con que aquella sería pasajera. Ninguna sublevación a la que responder, entonces, y ningún enemigo interno al que eliminar. Tan solo las mismas sosas denuncias de siempre, el desalentador arresto de ladrones apolíticos y católicos violadores, y, por si fuera poco, los mismos e inextinguibles viejos parlanchines de costumbre.
El orden -si es que ello existe- había sido reestablecido y con él, la nueva era del aburrimiento militar.

ETERNO DOMINGO

Una mañana de milnovecientosnoventaydos, Camilo sufrió el último sueño de aquella jornada onírica, matutina y fantasmal. Y en su quimera se decía, con irreconocible voz, que su familia había muerto.
De un salto abandonó las sábanas, dejando tras de sí la pequeña biblioteca de hierro, la mesa ratona y la puerta de su habitación. Al llegar al living de su hogar quedó estupefacto ante lo que, por desgracia, tuvo que ver: su padre y sus hermanos miraban televisión en ocioso y lánguido silencio, mientras su madre planchaba, callada, la ropa de todos al son de sus amargos mates.
Perplejo, con su mano izquierda sosteniendo una de sus pesadas sienes, volvió a la cama con la misma tristeza que supo cobijarlo la noche anterior. Se recostó lenta, muy lentamente boca arriba, con sus brazos y su cuerpo vencidos... Nada quedaba por hacer. Todo estaba ya dicho: su familia había muerto.

jueves, 9 de julio de 2009

UNA IDIOTA ENTRA EN LA TIENDA

Esto ya me supera, definitivamente. No lo puedo creer: Hasta las personas con deficiencias mentales -tan hermosas, sinceras y sonrientes- tienen más guita que yo. ¡No puede ser! ¿Cómo carajo puedo reponerme a ello? Haga lo que haga, siempre seré la extraña clase de pobre que soy... No pudiendo darme ningún gusto, salvo el escabio y los puchos. Trabajando en lugares, para mí, grandiosos, donde puedo fundir la vocación, el placer y la necesidad; exceptuando que trabajo diez horas diarias y un día en el fin de semana. Cuando tengo tiempo libre, todo el mundo cierra y no me queda otra que caminar por las calles casi desiertas o volver, una vez más, a casa. Y hacer lo de costumbre: Nada. Esperar que las horas se sucedan rápidamente y volver a empezar la semana. ¡Jamás me había pasado de llegar a detestar una noche de sábado!
La gente tiene su maravillosa vida allá afuera, del otro lado del vidrio en la pecera donde me siento feliz de estar. Esa gente, casi toda la gente que veo, camina con soltura, con ropas impecables, limpias, sin tiempo a ningún desgaste en los codos, las rodillas. ¡Ni qué hablar de axilas tan impolutas!
Diez años atrás pensaba con rabia y odio que pronto, algún día, tendría que cambiar mi puta mala suerte. Hoy, flaco, la tomo como viene: Callado, comiéndome las lágrimas que no me voy a permitir derramar, y laburando. Poniendo el lomo, incansablemente, hasta fenecer... No sé hacer otra cosa que eso: Trabajar. Los gustos, esos que todos te dicen que uno debe dárselos en vida, llegarán cuando yo sea libre, por fin libre... Apenas una espiga de trigo remeciéndose en el viento. Y punto.

lunes, 6 de julio de 2009

LECHE HERVIDA

Leche Hervida tiene rabia todavía por darse cuenta de que es un imbécil...
Llegó a casa al rededor de las siete de la tarde con un ron y una gaseosa. Entró callado y así se sentó a mi mesa. Abrió las botellas, me pidió dos vasos y no dijo más. Fui a buscar las cosas a la cocina. Leche Hervida se preparó los tragos y, para mi gusto, estaban bien fuertes -yo jamás fui muy amigo de ese tipo de bebidas-. Entonces bebimos uno, dos vasos de aquello sin decirnos nada.
Su cara estaba transformada y eso me asustó. No era el mismo calentón y antisocial pesimista de siempre. Realmente mi amigo estaba, cómo decirlo... ¿Triste? Creo que Leche Hervida sentía, en ese momento, algo parecido a la tristeza. Aunque con él nunca se sabe.
Su silencio me incomodaba, es cierto. Pero con los años aprendí a no preguntarle nada y simplemente esperar a que él comenzara por hablar. Íbamos bajando la mitad de la botella cuando debimos salir en busca de hielo.
Al volver, mi amigo se prende un pucho, me mira mientras larga el humo y me dice: Ayer tuve un sueño horrible. Asentí con mi cabeza. Dejé que el silencio le inquiriera, y Leche Hervida prosiguió de la siguiente manera...
- Te juro, Evaristo, que jamás me había pasado una cosa tan absurda y fea. Para peor, a través de un puto sueño. Porque, para colmo, fue tan tonto que no puedo comprenderlo. ¿Sabés qué mierda soñé?"
Negué con la cabeza al tiempo que levantaba mis hombros. Leche Hervida apaga su cigarrillo y, al toque, enciende otro. Esta vez le pega una larga bocanada y comenza por contarme que había soñado con tres remeras nuevas, una de color amarillo, la otra roja y la tercera blanca. Las prendas estaban geométricamente dobladas y puestas sobre su escritorio -el cual es uno de los pocos muebles que conserva en su habitación, la cual funciona como cocina y comedor al mismo tiempo; pero, para que se sepa, si Leche Hervida vive en una pensión tan pequeña y asquerosa es por su propia voluntad-. Y al lado del escritorio estában los zapatos de cuero negro que había envidiado detrás de la vitrina de un local el verano pasado.
- Pero eso no es todo -enfatiza mi amigo. Lo peor fue que despertó en el mismo momento en que se acercaba a ellas y los tomaba en brazos.
- Eran reales -me confieza mientras me mira con unos ojos rojos que daban verdadera pena o, peor, vergüenza ajena.
Le pregunté entonces, por primera vez en la noche, por el posible significado de ese sueño o qué fue lo que sintió. Al parecer, mi amigo no sintió nada. Sin embargo, cuando aquel sueño se desvaneció, Leche Hervida se sentó al borde de su cama, desnudo a pesar del frío, y comenzó a llorar.
- A llorar, Evaristo. ¡Yo, justamente, la puta madre, me puse a llorar! ¿Podés creerlo? -me pregunta al tiempo que me toma las manos.
No. No puedo.

viernes, 3 de julio de 2009

REVERTIDO





Estúpidamente, la oscuridad rozaba el absoluto en aquel cuarto que no era tuyo, pero que yo así quise creer.

En una esquina, entonces, se encontraba caído tu velador emanando un débil halo de luz. Era difícil verte; pero yo tenía la seguridad de que eras vos. Estabas acostada, de espaldas a mí, con las frazadas que tatuaban tu cuerpo como cuando uno está vencido de fiebre. No sabía si te dabas cuenta que yo estaba allí, apoyado en la puerta de la habitación. Me bastó con oír uno de tus respiros. Supe que esa era tu invitación.


Me acerqué muy lentamente. Y al llegar a tu lado, yo ya no era yo... Por primera vez pude sentir que yo era una mujer; otra mujer que se acercaba lenta, tímidamente, en busca de tu espalda, de tu nuca, para acostarse a tu lado y abrazar tus afiebrados pechos .

Aunque, la verdad, no pude estar seguro. Al despertar quedé con una incertidumbre nauseabunda.

Tal vez hayas sido vos misma quién se acercaba, desdoblada, en su propia búsqueda. Tal vez, lo más probable, aquel era tu sueño y eras vos la que soñaba conmigo. Sin embargo, eso no era lo que me dejaba inquieto, porque ¿cuál ha sido tu intención de verme así, revertido? ¿Qué debió significar esa invitación para que yo cambie mi piel con la piel de mi adversario? ¿Habrá sido por saber que yo era el mejor amigo de tu marido? No lo sé... No lo sabré nunca.

Pero te confieso, preciosa, que a tu lado, cuerpo a cuerpo, mirando la finitud de la pared silenciosa, aquella fue la segunda vez que pude dormir dentro de mis sueños tan tranquilamente... Seducido, esta vez, por esa extraña homosexualidad imposible.

miércoles, 1 de julio de 2009

ALGUNAS VECES PASA

Las más de las veces, lo confiezo, quisiera estar en mi casa, solo, sin nada qué hacer, salvo ver una pelicula. Pero no una cualquiera. Y el ambiente debría ser el siguiente: Afuera tendría que estar lloviendo. Debería ser a fines de la primavera. En el conventillo tendría que reinar el más dulce silencio y la tierna oscuridad de la tormenta a las dos y media de la tarde debería adornar mi habitación. Entonces prendería mi computador y dejaría correr ese dvd que tanto necesito ver.

La historia no sería simple ni compleja. Acaso si llegara a ser una historia. Tal vez, y puede que sea lo fundamental en el asunto, carezca de un argumento. O, también, ella estaría sobrecargada exageradamente de argumentos. Pero eso no es lo importante en esa modorreada y placentera tarde de perfecta soledad.

Lo que verdaderamente me importaría es quedar embelesado ni bien comenzada la historia. Porque en ella podría ver cómo se narra la vida, entre muchas otras vidas, de alguien igual a mí. Para ser más preciso, ese alguien tendría que ser yo y aquella vida que se narra, y que yo vería metido en la cama, sería la mía.

Por supuesto, si esto sucediera, no pediría que el final fuese de rosas. Pero eso sí: Exigiré que nadie me asesine.

miércoles, 10 de junio de 2009

TESTER THIS, MOTHER FUCKER

No pienso escribir nada importante ni, tampoco, algo insignificante aquí. Sólo pretendo probar cuán fiable es el traductor de esta página. Entonces debo decir, solamente, cosas correctas y simples. No es cuestión de alejarme de las palabras rimbombantes ni de las frases estrambóticas. No. También es cuestión de abandonar los tiempos verbales, los verboides y las sustantivaciones de mi lengua rioplatense.
Podría decir cómo me siento: Me siento enfermo y débil. Esto será bien comprendido y transliterado al inglés, al francés y, tal vez, al alemán. Pero yo no puedo escribir de esa manera, porque así no es como yo hablo y, por lo tanto, pienso. Preferiría decir: "¡La re-concha de su madre, gripe culeada, me siento como la reverendísima Mierda!". Pero claro... Aquel, ¿lo comprenderá? ¿La cachará?
Siento que no la va a cazar ni ahí... Por suerte, nuestra lengua es mucho más brillante, sonora y complicada que aquella que nos pretende dominar.

jueves, 28 de mayo de 2009

¡AY, LA CONTRADICCION!

Hace unas cuantas noches mi mujer y yo estábamos en la cama . Yo necesitaba dormir, y ella necesitaba estudiar. La luz de la pieza y su silencio no me permitían relajar. Su concentración era algo de temer, hasta el punto que ni se reía -o enfadaba- con mis flatulencias circenses, tan inocentonas como payasescas. Definitivamente, no me daba bola. Y yo quería o necesitaba molestarla, ya que ese tipo de maldad, aunque suene raro, es la que me va adormeciendo.
Durante el día habíamos hablado de la noche anterior, de lo excelente que es "La Banda Conmoción", a la cual, por fin, pude ver y disfrutar como todo santiaguino; hablabamos de las reuniones que no se dieron; de algunos amigos y, claro, faltaba más, de mi patria.
Como no lograba disuadirla de sus putos textos, apenitas antes de caer en el sueño, le comentaba que me dolía todo el cuerpo y hasta la mismísma médula de tanto haber bailado, saltado, transpirado, caido y pogeado durante las dos horas de recital. "Me duele tantísimo, mujer. ¡No te das una idea! -le decía, sollozante, queriéndola conmover lastimeramente, que es, en definitiva, una de las cosas que mejor me salen. Pero ella, nada: seguía inmutable.
"Ya estoy viejo para tanto rock -continué diciéndole-. Me parece que de ahora en más voy a ir solamente a recitales de jazz, donde sólo tenga que mover el pie izquierdo y, quizá, alguna de mis manos en un palmeteo suavecito y cordial".
Entonces, la loca de mi mujer al fin dejó sus lecturas y empezó a reírse groseramente -cosa que a mí, particularmente, me encanta; aclaro- y me increpó de la siguiente manera: "Me parece que el exceso de Rock and Roll te está convirtiendo en un burgués".
Yo, casi casi dormido, le refuté: "No creo... Debe ser la falta de alimentación lo que me está convirtiendo en un burgués."

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