sábado, 22 de agosto de 2009

EL DESIERTO

I



Hombres armados irrumpieron en nuestro pueblo. Venían en nuestra búsqueda.
Hoy rememoro sus rostros y estoy seguro que la mayoría no pasaba de los diecisiete años de edad. Y sin el fusil en sus manos y el odio en sus ojos, que nos aterraba en la espesa madrugada, uno podría haber pensado que no eran más que adolescentes jugándonos una broma pesada.

Mi padre siempre nos decía que el hombre sabe cuando está enamorado porque siente un leve cosquilleo en el pecho, muy cerca de su corazón. También nos decía que aquellos que carecen de la capacidad de amar se tornan irascibles y acaban generando dentro de sí la ignorante envidia que suele enceguecer la razón. Eso, según mi padre, se sentía simplemente en el estómago, porque allí es donde se recrea el odio y su absurdo.
Sus gritos nos obligaron a salir de nuestras casas y yo me los imaginé como si todos hubieran sido engendrados por un enorme estómago putrefacto.

Por oriente se vislumbraban los primeros rayos de luz. En apenas unas horas nos habríamos despertado para recomenzar con nuestra jornada. Por un momento sentí que todo el sonido del mundo había desaparecido y miraba al sol como si fuese por primera vez.

Aquellos hombres comenzaron a golpearnos. Mi abuela, la madre de mi padre, no había podido tomar su dentadura postiza cuando la arrastraron hacia la calle. Eso no valió de nada ante la diversión de los soldados. La golpearon con la culata del fusil y reían al ver brotar la sangre de las encías de la pobre vieja. Lloraba, caída en el suelo, y mi padre la abrazaba con desesperación mientras levantaba su brazo izquierdo para protegerla.
¡Que valga el ejemplo!, gritó uno de ellos, al parecer de mayor rango, al tiempo que golpeaba a un hombre en el estómago. Ahora afuera, espetó. ¡Afuera escorias!

Por un momento sólo hubo silencio. Aquel hombre caminaba de aquí para allá, observándonos, mientras tarareaba una vieja canción. De pronto se paró frente al padre de mi amiga Héléne y lo golpeó en la mandíbula. Al caer al suelo, seis soldados se afanaron con su cuerpo. Su esposa intentó cubrirlo, pero sólo logró que la tomasen de los pelos y la arrastrasen al interior de su casa. La niña corrió detrás de ella y un soldado la atajó, la empujó y le dijo que iban a purificar a su madre…
Allí estábamos, en el medio de la calle, temerosos y casi desnudos. Entonces los soldados entraron a nuestras casas y las rociaron con gasolina. Pero no prendieron fuego. Al contrario, se parapetaron, quieto y ausentes, al frente de cada casa. Esperaban. Ellos sabían algo. Nosotros, nada. Nuestro temor se tornaba irracional, pues ni siquiera pensábamos en la muerte sino en algo mucho peor. ¿Pero qué puede haber en este mundo que sea más terrorífico que la propia muerte?

Un auto de color negro se acercó lentamente y de él bajó el que supuse era el General de las tropas. Llegó hasta nosotros con pasos satisfechos y se paró frente a los soldados, reposando sus manos en su espalda. Levantó su vista y ante un leve gesto de cabeza los soldados lo saludaron al unísono. Aquel hombre parecía no importarle nada en lo absoluto.
El General, que bien pudo ser mi abuelo o el tío de mi amiga Héléne, nos observaba en silencio, orgullosa y desafiantemente. Su rostro nos mostraba una gran sonrisa maliciosa. En ese momento no pude comprender cabalmente por qué ese hombre sentía tanto placer.

Luego de pasearse ante nosotros se quitó el sombrero y habló. Su voz era como el grito de un animal en peligro, ronca y desesperada, que nos decía que nosotros no éramos dignos de tan bella tierra y que, por ello mismo, debíamos huir de ella pues “en una Nación de hombres y mujeres fuertes como la nuestra no hay cabida para los débiles”.
El General volvió a callar. El silencioso aire matutino iba cortándose por los gemidos de nuestras madres cuando aquel volvió a mostrarnos su horrible dentadura al tiempo que gritaba una orden sin siquiera mirar a sus soldados. “Quémenlas”, había dicho y me figuré que él era la representación viva del Diablo.

Vimos arder nuestras casas. Queríamos comprender lo que sucedía y creíamos que aquello era un horrible sueño. Estábamos temerosos, no sabiendo qué hacer ni siquiera qué decir.

II

Las tropas nos rodearon y nos obligaron a caminar. Estábamos cercados por los soldados de la misma manera en que los perros cercan a las ovejas. Debíamos seguirles.
Nadie podía escapar y a nadie se le ocurría aquello. No sin comprender lo que verdaderamente estaba sucediendo. En silencio, caminábamos su camino. Mis padres así lo hacían, sosteniéndose de las manos, y así también lo hice yo y todo mi pueblo.

Al cabo de una hora salimos de la ciudad, quedándonos cara a cara con el desierto. Allí seguimos caminando alrededor de dos horas cuando de pronto las tropas se detuvieron. Los soldados rompieron el corral y armaron una fila detrás de nosotros. La gente se preguntaba qué podría suceder ahora, qué es lo que pretendían de nosotros. Mi abuela miró a su hijo y le pidió que no la dejara: “No quiero estar sola”, recuerdo que le dijo. Mi padre la miró con endurecidos ojos y la tomó en sus brazos. “No te preocupes, madre. Estaremos juntos. Eso es lo único que sé”. Al oír decir esto a mi padre tuve la vaga certeza de que tanto él como mi abuela eran los únicos de entre nosotros que habían comprendido lo que habría de suceder.

Mientras el Ejército Turco nos vigilaba en aquella disciplinada formación, llegó hasta nosotros un camión con soldados de alto rango, de entre los cuales se encontraba aquel que había mandado a quemar nuestras viviendas.
Era ya de día y comenzaba a sentirse agobiante el calor de aquella región. Todos sabíamos que aquel habría de ser uno de los días más calurosos del año y comprendíamos que en días así lo que más escaseaba era el agua.

El General caminaba de un lado a otro diciéndonos que no valíamos nada para él y para su grandiosa Nación. Se dio media vuelta y saludó a sus soldados. Estos le respondieron marcialmente. Volvió a girar hacia nosotros, observándonos con una satisfacción aún mayor que la primera vez, y dijo: “Ya no tienen más nada que hacer aquí. Pero estén tranquilos, no hay por qué temer. Lo único que deben hacer para obtener vuestra libertad es acatar tan sólo una orden mía; una simple orden de nuestro Estado que de vosotros se apiada”.
Hubo, entonces, un breve silencio. Los hombres se miraban con una extraña esperanza, frunciendo el entrecejo para caer nuevamente en la misma congoja con la que habían sido despertados. El General nos preguntó si habíamos comprendido lo que nos había dicho. Ninguno supo responderle. El hombre sacó un revolver de su cinturón, dio dos disparos al aire y gritó: “¡¿Entendieron?!”. Aterrorizados, afirmamos con la cabeza.

El General miró a sus tropas, rió y les dio el permiso para que también rieran. Las risas hacían temblar a los niños, incluido yo. Aquel hombre era feliz. Mi abuela, abrazada a mi padre y con sus labios cubiertos de sangre, le repetía que no la abandonase. Mi madre me sujetaba de los hombros y yo sólo quería abrazar a Héléne.

Su horrorosa voz de mando nos obligó a darnos vuelta. Volvíamos la cara al extenso desierto. Héléne abrazaba a su padre. Su madre no estaba entre nosotros.
La última orden que aquel General, gozoso y complacido de su misión, nos impartiera jamás la podré olvidar: “Allí tenéis vuestra codiciada libertad. La tenéis frente a vosotros. Si la queréis, obedecedme… Allí, su libertad. Pronto, a correr. ¡A correr, dije, escorias! ¡A correr!”.

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