Una mujer uniformada de verde no vio al que subió la escalera. Había llegado al cuarto piso de aquel edificio para responder a una denuncia harto conocida. A su encuentro salió la chismosa del piso o la “lora del 4º C”, cómo le llamaban sus vecinos, diciéndole que el hombre que ella buscaba había tomado las escaleras que llevan a la azotea. La mujer de verde se apresuró sin siquiera dar las gracias a la pobre vieja solitaria y parlanchín, corriendo escaleras arriba con un formidable estado atlético a pesar de sus veintinueve años. ¿Qué eran cinco pisos para una mujer como ella, gozosa de su formación militar? “Pan comido”, pensaba sin pensar ante los últimos escalones.
La puerta de la azotea estaba abierta de par en par. La mujer cogió su arma y salió fuera no sin antes dar una ojeada panorámica al sitio. Nadie a la vista. Caminó hasta la barandilla y la recorrió metro a metro. Colocó su arma en el agujero de la chimenea, al tiempo que sus ojos se acercaban a aquella boca negra por encima de su custodia de hierro. Nadie. Volvió sobre sus pasos, siempre alerta, tratando de encontrar a aquel que había robado la tienda denunciante, pero nadie estaba allí. Nadie a quien arrestar.
La mujer uniformada de verde oliva enfundó su quinto miembro al tiempo que maldecía a su jefe, a la chusma y a la vieja guacamaya. Nada había valido su corrida presurosa y la perjudicial tensión ante un estado de alerta, ante peligro cualquiera, había sido vana. Con el sentimiento de haber sido burlada una vez más bajó las escaleras esperando no encontrar a nadie.
Al llegar al cuarto piso salió a su encuentro nuevamente la chismosa del 4º C, quien le preguntó si había encontrado al malhechor. La mujer de verde, masticando bronca de días, le pidió a la vieja que no mintiera y le dio la espalda sin siquiera saludar. “Pero es verdad”, gritó la viejecita desde atrás y la mujer de verde le gritó “Mentirosa” sin mirarla. Lo último que escuchó la mujer oliva fue un sordo “Mala agradecida” y salió a la calle.
La uniformada estaba harta. Sus días habían comenzado mal desde que se alistó en el ejercito, pues para aquel entonces ya se había reestablecido la democracia, aún cuando la habían ilusionado con que aquella sería pasajera. Ninguna sublevación a la que responder, entonces, y ningún enemigo interno al que eliminar. Tan solo las mismas sosas denuncias de siempre, el desalentador arresto de ladrones apolíticos y católicos violadores, y, por si fuera poco, los mismos e inextinguibles viejos parlanchines de costumbre.
El orden -si es que ello existe- había sido reestablecido y con él, la nueva era del aburrimiento militar.
La puerta de la azotea estaba abierta de par en par. La mujer cogió su arma y salió fuera no sin antes dar una ojeada panorámica al sitio. Nadie a la vista. Caminó hasta la barandilla y la recorrió metro a metro. Colocó su arma en el agujero de la chimenea, al tiempo que sus ojos se acercaban a aquella boca negra por encima de su custodia de hierro. Nadie. Volvió sobre sus pasos, siempre alerta, tratando de encontrar a aquel que había robado la tienda denunciante, pero nadie estaba allí. Nadie a quien arrestar.
La mujer uniformada de verde oliva enfundó su quinto miembro al tiempo que maldecía a su jefe, a la chusma y a la vieja guacamaya. Nada había valido su corrida presurosa y la perjudicial tensión ante un estado de alerta, ante peligro cualquiera, había sido vana. Con el sentimiento de haber sido burlada una vez más bajó las escaleras esperando no encontrar a nadie.
Al llegar al cuarto piso salió a su encuentro nuevamente la chismosa del 4º C, quien le preguntó si había encontrado al malhechor. La mujer de verde, masticando bronca de días, le pidió a la vieja que no mintiera y le dio la espalda sin siquiera saludar. “Pero es verdad”, gritó la viejecita desde atrás y la mujer de verde le gritó “Mentirosa” sin mirarla. Lo último que escuchó la mujer oliva fue un sordo “Mala agradecida” y salió a la calle.
La uniformada estaba harta. Sus días habían comenzado mal desde que se alistó en el ejercito, pues para aquel entonces ya se había reestablecido la democracia, aún cuando la habían ilusionado con que aquella sería pasajera. Ninguna sublevación a la que responder, entonces, y ningún enemigo interno al que eliminar. Tan solo las mismas sosas denuncias de siempre, el desalentador arresto de ladrones apolíticos y católicos violadores, y, por si fuera poco, los mismos e inextinguibles viejos parlanchines de costumbre.
El orden -si es que ello existe- había sido reestablecido y con él, la nueva era del aburrimiento militar.
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