Una mañana de milnovecientosnoventaydos, Camilo sufrió el último sueño de aquella jornada onírica, matutina y fantasmal. Y en su quimera se decía, con irreconocible voz, que su familia había muerto.
De un salto abandonó las sábanas, dejando tras de sí la pequeña biblioteca de hierro, la mesa ratona y la puerta de su habitación. Al llegar al living de su hogar quedó estupefacto ante lo que, por desgracia, tuvo que ver: su padre y sus hermanos miraban televisión en ocioso y lánguido silencio, mientras su madre planchaba, callada, la ropa de todos al son de sus amargos mates.
Perplejo, con su mano izquierda sosteniendo una de sus pesadas sienes, volvió a la cama con la misma tristeza que supo cobijarlo la noche anterior. Se recostó lenta, muy lentamente boca arriba, con sus brazos y su cuerpo vencidos... Nada quedaba por hacer. Todo estaba ya dicho: su familia había muerto.
De un salto abandonó las sábanas, dejando tras de sí la pequeña biblioteca de hierro, la mesa ratona y la puerta de su habitación. Al llegar al living de su hogar quedó estupefacto ante lo que, por desgracia, tuvo que ver: su padre y sus hermanos miraban televisión en ocioso y lánguido silencio, mientras su madre planchaba, callada, la ropa de todos al son de sus amargos mates.
Perplejo, con su mano izquierda sosteniendo una de sus pesadas sienes, volvió a la cama con la misma tristeza que supo cobijarlo la noche anterior. Se recostó lenta, muy lentamente boca arriba, con sus brazos y su cuerpo vencidos... Nada quedaba por hacer. Todo estaba ya dicho: su familia había muerto.
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