lunes, 13 de octubre de 2008

CANTAN








Anteayer venía viajando. La noche estaba rara, en serio. Todo mi cuerpo lo sentía. Corría domingo y yo creí que la densidad tendría que ver más bien con el fútbol. Pero no hubo fútbol, y viajar no debería haber sido tan dificultoso. No tendría que haber habido la constante atención de saber si jugaba Racing o Independiente en Avellaneda y bancarse a la gente tribunera que vuelve, feliz o triste, hacia el sur. Si están contentos, agitan. Si no agitás con ellos, buscan la excusa para bardearla y te tenés que pelear. Si pierden, igual. ¿No gritás? Sos un puto, sos del otro: "A este hay que darle". Y ahí nomás se te pudre y sólo deseas llegar vivito y coleando a tu casita. Pero no era ese tipo de domingo.
Saliendo de Avellaneda, desde la oscuridad, manos temblorosas y excitadas arrojaban piedras al tren. Varias ventanas, en distintos vagones, explotaron. En Gerli, la próxima estación, una familia corría con una niña cuyo rostro sangraba. Pregunté y alguien me dijo: "Parece que le pegaron a la nena, pobre. Y, encima, la gente esa no es de por acá. Alguien la va a acompañar hasta un remís para llevarla al hospital".
Pienso cuánta información tiene este quía. ¿Cuánto tiempo pasó, a todo esto? Ni siquiera quince minutos. Mi gente es chismosa como ninguna. ¡Pero qué informada, carajo!

Salí del vagón en que estaba y caminé hacia el siguiente. Allí había otro vidrio roto. Nadie salió herido, me dijo una voz femenina. Pero la gente llevaba ese tipo de rostro... Y yo no quería saber nada. Yo también lo llevaba.

La gente volvía. Qué importa de dónde. Pero volvía triste y tomada. Sus narices estaban caídas y rojas. Sus ojos decían lo que no dirán en mucho tiempo, y leerlos daba puro dolor. Y rabia. Mucha rabia. El silencio rogaba porque ese puto día terminase.
De pronto siento que alguien se acerca. Una mano se posa sobre mi mano, que está agarrada en una de las argollas del vagón. Lo miro con ira. Me dice, me pregunta: "¿Este va para Burzaco?". Claro, le respondo. Pero falta mucho. No bajé la vista y pensaba que si hacía una, lo surtía.

El tren arranca. El silencio y la tristeza no, permanecen en el ambiente que descalabra. Una madre, si se dejase abrazar por este sentimiento, podría asesinar a sus niños... Y ahí nomás se nos aparece CGT.

Es un hombre alto, con pelo entrecano, flaco y garbado. Su cara está surcada de decepciones; se nota en los huesos que la dibujan. Mucha vida mala vida. Lleva unos jeans celestes, gastados y llenos de mugre, una remera blanca con un lema borrado e imposible de traducir y, por supuesto, su campera verde, camionera, de la Confederación General del Trabajo.
La gente no sabe nada de él. Nadie sabe que tuvo una mujer cuando recién cumplía veinte años. Se enamoraron en un baile. Se casaron. Tuvieron una niña de tez morena y de ojos verdes. Ella llevaba la belleza de sus padres en una proporción justa y casi redentora. Luego vino el accidente. Ella, su esposa, murió joven. Luego vino la soledad, la incomprensión ante sucesos que podrían haberse evitado, y por ello mismo, estúpidos. La nena recién cumplía sus cuatro añitos. Él trabajaba todo el día. Pasaba a buscarla a la casa de su madre y la llevaba consigo.
Nadie sabe cómo, ni siquiera él mismo, pero la vida le sonrió. Apareció otra mujer. Se amaron desde el principio, ni bien se vieron. Se frecuentaron con cautela, la de él, claro. Ella no tenía hijos. Una tarde, el padre presentó su novia a su hijita. Las dos se enamoraron inmediatamente. Desde allí, incluso luego de casarse, la mujer sólo vivía por ella, para la niña. CGT comenzó a desanimarse, sin saber por qué ni cómo. Recordaba a la otra, la inmaculada, la inviolable, la única. ¿La única? Esa fue la pregunta que le ayudó a perderse.

La nena tendría siete años cuando él perdió el trabajo en la fábrica. Esto se cierra, le dijeron. Le dieron un cheque, le dieron la mano y le desearon mucha suerte. Afuera, en la puerta, el sol quemaba la piel. Se sentó sobre el cordón de la vereda en la avenida, apretó el papel en su bolsillo y pensó en ellas.
No se desanimó. No podía hacerlo. Con sus compañeros intentaron tomar la fábrica. Se juntaron un martes a la mañana y cortaron la Ruta 210. La protesta duró apenas tres horas hasta que llegaron los cascarudos con sus largos bastones, sus bombas de gas, sus Itacas y sus camiones hidrantes. Los cobanis eran muchos más que ellos. Diezmarlos fue sencillo. Tres semanas más tarde pudieron sacarlo del calabozo de la comisaría.


Cuatro meses más tarde, en ese lugar, abría sus puertas uno de los más grandes hipermercados de América Latina, de origen francés.
Por esa época se unió al Movimiento de Trabajadores Desocupados de su municipio. Vivía de changas y de “ir a hacer el aguante” con sus compañeros del MTD. Uno de los grosos de cierto sindicato le demostraba que aquello falló porque no recurrieron a la Confederación a la hora de llevar adelante la protesta. Otro de ellos le decía que en cualquier momento lo colocaba en algún lugar, en otra fábrica, en alguna obra. Pero el tiempo pasaba.
En la casa él se volvía más extraño. Gladis, su segunda mujer, vivía remarcándole su ineptitud, entre otras cosas. La nena le rehusaba. No quería besarlo cuando él llegaba y cuando CGT la abrazaba, ella le quitaba los brazos. Cierta tarde le dijo: “Mamá tiene razón”. Él preguntó sobre qué tenía razón mamá –aún cuando pensaba para sí qué pena que no recuerde a la que fuera su verdadera madre; pero ella era chiquita, no tiene la culpa… Quizá yo sí la tengo…-. Y la niña, llorando, antes de salir corriendo, le gritó: “Que sos un vago, un bueno para nada”. Eso fue mucho, más que suficiente.

Un conocido le comentó sobre la fábrica de vidrio de Gerli. Al parecer, allí había sucedido lo mismo donde trabajaba CGT. La diferencia: No se vendió a nadie; los dueños simplemente presentaron la quiebra e intentaron cerrarla. Pero los obreros se juntaron y lograron reabrirla. Ahora era una cooperativa y aquella, una fábrica recuperada.
La noticia le iluminó el rostro. Sin meditarlo tomó el tren y golpeó sus puertas. Desde dentro le preguntaron qué quería. Trabajo, le dijo. No hay, le contestaron. Algo debe haber, cualquier cosita, suplicó CGT. Abrieron la puerta. Mientras le mostraba la vastedad de la fábrica con sus dieciséis hornos, el hombre le explicaba que no les era fácil mantenerla abierta y que apenas estaban utilizando cuatro hornos. Los operarios eran los suficientes y, de intentar colocarlo, deberían debatirlo primero entre todos.
Esa tarde, sentado en el banco de la plaza, él meditaba. Su cuerpo rígido, sus manos sudadas y su mirar quieto, hacia las vías del ferrocarril. Alguien pasó frente a CGT, pero él no lo miraba. Miraba hacia delante, buscando una salida. Aquel hombre, llamémosle Hugo, vuelve y le mira fijamente. Parado delante de él le palmea el hombro. CGT lo observa y lo reconoce. Se saludan, se abrazan. ¡Tanto tiempo, che! ¿Cómo estas? Bien, bien. Tirando, dice Hugo, ¿y vos? Lo mismo.
Hugo venía doblando la espalda desde temprano. Luego del cierre de la fábrica no pudo encontrar mucho. No tenía esposa ni hijos, su madre murió hacía un año y sentía que muchas razones por vivir no le quedaban. Por eso, decía, es que bebo. Luego de oír a CGT contar su historia lo tomó del brazo y, aunque le costó ponerse de pie, lo invitó a lo de Mario. Para festejar el reencuentro, dijo Hugo. Y CGT aceptó.

La historia, o cómo siguió su historia, es conocida por todos. Lo de Mario se volvió su parada, casi su propio hogar, durante meses y él fue cayendo en los tiernos brazos de la Dama Blanca.
Su casa estaba cada día más sucia y desolada y CGT dejó de ser Antonio, el Antonio que ayudaba a los vecinos del barrio cuando se necesitaba armar una rifa, un baile o juntar firmas para mejorarlo, a ser “ese borracho”.
Los vecinos vieron con buenos ojos que su mujer, Gladis, lo abandonara. Y aprobaron que se llevara consigo a la nena, que según las lenguas “era más hija de ella que de él”.
Lo que nadie sabe ni supo ni sabrá es que ella se fue porque ya no lo amaba. Ahora amaba a otro. La nena, Stefanía se llamaba, no dudó a la hora de irse con su madre porque siempre creyó lo que Gladis le decía sobre él, y eso mismo era lo que repetía, inclementemente, el barrio. Así fue desdibujándolo de su memoria y allí, en su cabecita virginal, lo fue transformando y, a su vez, desheredando de todo rastro filial. Aquel no podía ser su padre.
Antonio no protestó cuando llegó pasado de copas ese domingo por la mañana. Allí, en su casa, sólo quedaban algunos muebles, una cama y una foto: Antonio, Isabel y Stefanía de bebé. Esa foto CGT la creía perdida. Se sentó en una silla, apoyó su codo en la mesa, observándola de lejos, y remembraba el tiempo en que fue captada esa imagen y preguntándose el momento en que habría desaparecido. Antonio recuerda ahora que fue unos pocos meses luego de casarse con Gladis. Entonces mira hacia el techo y le pregunta: “Isabel, ¿con vos habría sido así, yo?” No hay respuesta.
Desde ese momento, al salir de su casa, cerrando la puerta y pensando “Es mejor así. Con ella Stefi estará mejor”, pasó a otra vida.

Mario le prohibió la entrada al boliche. Ya tenía muchas deudas por ahí, y la más generosa la tenía en su bar.

No se sabe cómo consiguió la campera ni qué habrá significado para él en su momento, pero sí se sabe que jamás la abandonó.

La gente no sabe nada de él. Así como yo tampoco. Lo veo asiduamente en los mismos vagones en los que viajo y casi siempre a la misma hora, por la noche.

Lo primero que hace es saludar. Va caminando por los vagones mientras grita: “Buenos días, gente linda. ¿Están bien?”. Nadie quiere mirarlo, pero lo miran. CGT sigue, sin importarle. “¿Están bien? ¿Estamos bien?... ¡Hay que estar bien, señores! ¡Hay que ser feliz!”.
Algunos, los más jóvenes, se ríen y se burlan del viejo borracho. Al que le dice algo, él le increpa y le pregunta por su salud y su familia. Ninguno de ellos sabe bien qué responder. Las risas aumentan y Antonio levanta su brazo, da unas tiernas cachetadas en el rostro del extraño compañero, porque para él somos todos compañeros, y le pide que no deje de querer a su mamá. “A la vieja hay que amarla y cuidarla y nunca contradecirla”.

Una noche nos gritó: “Madre hay una sola. Hay que respetarla y ser feliz… ¿Me escuchan compañeros? Madre hay una sola, aunque ella en verdad no sea nuestra madre. Hay que cuidarla y no contradecirla… ¿Me oyen compañeros? ¿Están bien? ¿Estamos bien?”.


La última vez que lo vi, creo que fue anteayer o más atrás, se puso a cantar viejas canciones de su juventud. Y en el aire del tren, enrarecido, cansado, silente y rabioso, ellos iban apareciendo, inundando nuestro vagón…

Por allí estaba un jovencísimo Palito Ortega, justo detrás de CGT. Yo lo escupí, pero fallé. En la otra punta, Sandro, el sexual de Sandro y los de Fuego, movía sus caderas frenéticamente y yo vi cómo una bonachona viejita comenzaba a bajarse su bombacha. A mi lado, mis oídos eran mortificados por El Club del Clan. Recostado sobre una de las puertas, chamullando una mujer de unos treinta y pico, estaba Leo Dan, que era el único que no cantaba. De la nada apareció, jovial y engominadísimo, Julio Sosa y la figura barbada de un hombre parecido a Antonio. Era su padre que volvía para ver a su crío mientras apuraba una cañita. Entonces la cosa viene de lejos, pensaba. Y mientras lo hacía, CGT se para de golpe y nos pide silencio, porque está llegando el Rey. Y el Rey se nos presenta humilde e inigualable, con su pañuelo en la cabeza. Antonio está de espaldas a él y es así que el otro se le mete al cuerpo y su voz deja de ser monocorde.


Cantan. Lo hacen con pasión. A mí se me erizan los pelos de mis brazos. No conozco esa canción, jamás la oí en mi vida y busco a quien entienda mi mirada.

Alguien me dice: “Mi tristeza es mía y nada más”. Leonardo Favio, pibe: ¡El Gran!

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