Me encuentro inmerso en esta penumbra de domingo por la noche, quieto, ante mi propia soledad. En el frágil recodo de luz que ilumina la mitad de mi rostro y parte de mi cuerpo, se ve a un hombre que no deja de observarme. Yo le miro, a su vez, con la pausa que permite mi respiro. Le observo cual si fuese mi reflejo; y lo es, de algún modo. Aunque en realidad sea mucho más...
Ese hombre sabe de mí y es indudable que yo sé todo sobre él. Casi nos han parido juntos. Sólo que ese mediodía había muy poca luz en aquella fría sala y me tocó salir primero. Él llegó luego, cuando acababa de lograr mi primer sueño, en el calor de aquella teta cansada, dentro de una modorra silenciosa y babeante. Desde aquel día, por cierto nublado, jamás me abandonó. Y yo tampoco pude abandonarle. ¡Qué más puedo decir! Él es el mejor documento que ha existido para demostrar que existo:Para demostrar que nosotros somos nuestra propia existencia.
Y aquí sigo, calmo, junto a él, en un mirar perpetuo dentro de este cuidado mortal... Hasta que alguien llame por mí. Hasta que la higuera llame por él.
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