A menos de diez días del primer descarrilamiento en la estación Avellaneda, el Ferrocarril General Roca va tomando la tendencia que inaugurara la línea del Ferrocarril Sarmiento. Allí, luego de ello, llegaría la explosión popular: El incendio de la estación Haedo.
Pasaban las seis de la tarde cuando me avisaron que otro tren había descarrilado entre las estaciones de Adrogué y Burzaco. Nadie sabía nada hasta el momento. Sólo que no habría trenes por un buen rato.
El mensaje de texto en mi celular terminaba así: “Seguro que para la hora en que vos salís se arregla”. Ella me conoce, por eso intenta calmarme y darme aliento. Yo soy una persona más que pesimista, pero siempre cortés. Por ello respondo su mensaje diciéndole que tiene razón: Seguro que se arreglará.
Pero nada se arregló.
En el subte, fuera del trabajo, dos hombres hablaban del asunto. Un joven, ajeno a la conversación, quiso saber de qué hablaban. Uno de los hombres le respondió. Otro hombre, algo alejado pero atento a la cuestión, volvió a preguntar, esta vez al que fuera respondido.
No habíamos pasado Avenida de Mayo que ya estaba todo el vagón preguntando, respondiendo y opinando sobre aquello que muy pronto habría de ser nuestro destino.
Yo no me quedé exento en el efímero debate y pregunté, respondí y opiné. También me amargué. En ese instante me di cuenta que una de las pocas cosas que realmente nos unen a los hombres y mujeres de esta ciudad son estas desgracias cotidianas. Pareciera ser que sólo en la frustración y el malestar colectivo es cuando sabemos ver y oír al otro y compartir un mismo sentimiento. Patología nacional, fue lo que pensé.
En la terminal de Plaza Constitución berreaba el fatídico parlante. Los trenes llegarían hasta Temperley solamente. En el lenguaje diario, eso es mucho mejor que no funcionen ni salgan las unidades hacia ningún lado. Otra patología, volví a pensar, este puto conformismo.
Tomé asiento al lado de un hombre que llevaba pantalones cortos, deportivos, a pesar del frescor que levantó la noche luego de la lluvia de la mañana. Tendría unos cuarenta años, aunque mirándolo de pasada uno podría darle unos apenas treinta y dos. Las débiles arrugas de sus mejillas develaban el tranquilo paso de la juventud hacia la vejez segura. Llevaba una mochila negra, escuchaba la radio con auriculares y era el único del vagón que sonreía. Eso me resultó extraño. Supuse, entonces, que bajaría en cualquier estación antes de Temperley y que, por eso mismo, todo le chupaba bien un huevo. Lo detesté inmediatamente.
Decidí mirar hacia mi derecha. El cocacolero casi se me escapa. Compré una gaseosa. Di largos sobros a la botella, me colgué los auriculares y me dormí.
Cuando se acerca el fin de semana, el cansancio me obliga a cerrar los ojos aunque yo no lo quiera. Entonces es cuando siento aborrecer esa fuerza del cuerpo debilitado que no me deja leer los libros que mi mente tanto desea.
Sin embargo, cuando los párpados caen, uno entra en un estado contradictorio. Se duerme, pero no se sueña. La gente camina, entra y sale en cada estación. Nuestro hogar está lejos todavía. Pero el cuerpo no logra el relajo: Ciertos sentidos aun permanecen alertas, oyendo el ruido de las vías o el silencio de las ruedas al aminorar la marcha. El cuerpo teme pasarse de estación, aun cuando Temperley sea el único destino posible esta noche, y fuerza su olfato para distinguir la atmósfera de cada sitio.
Uno cree que puede caer en el sueño profundo, pero no podrá hacerlo mientras nuestras manos aprieten la mochila o el morral que llevamos contra nuestro pecho: Esa pequeñísima propiedad privada. Y para peor, sucede la remembranza del día acontecido.
Rostros, voces y gestos de personas que me agradan o me caen mal, abren las puertas de mi memoria y toman asiento sin pedir permiso. De pronto se me aparecen ciertos comentarios ingeniosos o miradas cómplices y palabras de aliento cuando vemos que la vida se nos va a la mismísima mierda. Y también suelen aparecer las falsas sonrisas, las palabras maliciosas, las muecas asesinas y las discusiones inútiles.
No abro los ojos cuando el movimiento del tren me quita de esa pequeña pero macabra ensoñación. Sé que ahora hay más gente a mí alrededor y no tengo pensado ceder mi asiento a nadie. Siento cómo mis pies están doblados y tensos y noto que mis manos están transpiradas. Algo me inquieta, sin embargo, y me pregunto si la persona que está parada a mi lado y que me golpea con lo que entiendo es un bolso, será una hermosa mujer, una vieja con cara de pocos amigos o un hombre cualquiera.
No resuelvo el enigma caprichoso y vuelvo a dormir, a rememorar, a sufrir.
El abrupto cambio de vías me despierta. A mi lado el cuarentón sigue sonriendo. Imagino que este boludo debe estar oyendo los mejores chistes de Landriscina o algo parecido. Todavía no lo comprendo. Miro hacia afuera y sólo veo la oscuridad y a mi rostro reflejado en la ventanilla. Por ella observo que a mi lado, con un bolso grande de color marrón oscuro, se encuentra una mujer bellísima. Ahora soy yo el que sonríe porque resolví el enigma sin querer.
Ella ve que yo la observo. Nuestras miradas se cruzan en el reflejo del vidrio. Entonces me sonríe y yo bajo mis ojos hacia el suelo como si tuviese quince años otra vez y mi cara estuviese cubierta de cráteres negros y enormes granos rojos.
Una de mis voces me reprende y me insulta por mi estúpida actitud. Yo estoy por darle la razón. Pero otra voz llega desde el otro hemisferio para callarla, diciéndole que si actué así fue porque, seguramente, yo debo estar más que cansado.
Llegamos a destino. Ahora estamos todos de pie. Las puertas se abren y, al salir, mi compañero de viaje comienza a correr. No sé bien por qué lo hago, pero me largo a correr detrás de él. Tal vez quiero saber si la sonrisa continúa en su estúpido rostro. Pero al bajar las escaleras lo pierdo de vista. Ahí me doy cuenta de que también perdí de vista a la chica bonita del bolso marrón. Me puteo por perseguir a alguien que no conozco y sin razón, pero me calmo al darme cuenta que no habría hecho nada de nada con ella. Y las voces, esta vez al menos, están de acuerdo en ese aspecto.
El aroma de la noche es agradable, fresco. Mis pasos se oyen en la calle vacía. Me contento al pensar que seré uno de los primeros en tomar el colectivo. De lo que no me doy cuenta es que acabaré siendo un ingenuo.
Al llegar a la avenida Espora veo que la parada está, literalmente, copada por bondis de la empresa San Vicente. El asunto me sonó raro de movida y sentí como un tufillo cuasi mafioso en el aire. Al cabo de unos pasos lo confirmé cuando vi al capo de la línea, parado casi en la mitad de la avenida, haciendo señales a las otras líneas de colectivos para que siguieran de largo; o mejor dicho, para que ni se les ocurriera frenar allí. Yo esperé y perdí tres colectivos. Indignado, me acerqué al capo capón y le pregunté qué pasaba. Casi no me dijo nada que me calmara y le grité si me estaba cargando. Bajó los brazos y me dijo: “¿Algún problema, flaquito?” Vi su mano izquierda hacer un gesto de llamada. Ni siquiera tuve que darme vuelta para saber que si no dejaba las cosas así, me la iban a dar los colectiveros. Tuve que alejarme de allí, con más pena que gloria.
En Espora y Pasco esperé media hora. Los bondis no paraban, aun cuando éramos tres tipos esperando en aquella parada. Si lo hacían, era gracias al semáforo. Pero tampoco nos abrían las puertas. Diez minutos después, los que éramos, ahora cuatro personas, nos bajamos a la calle y pudimos detener a uno de ellos. De lo contrario, nos pasaba por encima, y hasta que no frenó, yo dudé.
En el viaje me puse a charlar con un pibe. Tendría unos veinte años, de tez morena, barba espesa y de pelo enrulado. Venía de la facultad en Avellaneda. Hablaba con una excitación llorosa. Su voz era aguda y se quebraba cuando levantaba el tono. Noté que en ese punto, particularmente, sus enormes ojos se agrandaban aún más. Vi sus pómulos, sus mejillas, su nariz y se me dio por dar como un hecho que su descendencia debía ser árabe. A mí, o a mi imaginación, me parecía un moro mestizo de la viejísima España.
El pibe bajó cerca de los monobloques de Burzaco. Desde la vereda levantó su brazo y nos despedimos como si nos conociéramos desde la infancia. Volví a pensar en la gran capacidad que nosotros tenemos de entablar, casi de la nada, una conversación con cualquier extraño. Y me dije que los días como estos, bien de mierda, tienen esa magia particular que logra estirarnos la lengua, como si hablar fuera más que una necesidad.
Llegué a casa una hora y cuarto más tarde de lo normal. No puse música ni me bañe. De cena, sólo té con galletitas.
Ahora es la una y diez de la madrugada. El barrio está en silencio. Yo estoy callado y miro por mi ventana. Ya cerré el paso de agua y de gas, porque soy un maniático temeroso de las fugas y las pérdidas, y en pocos minutos, al terminar este cigarrillo, apagaré la luz y me iré a la cama –en donde habré de perder gran parte de la mañana.
Antes de cerrar mis ojos pienso si es cierto que algo, cualquier cosa en esta noche, se arregló.
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