La noche brillaba de limpia. Las estrellas estaban todas presentes, como cuando se espera al que viene de lejos para contar algo. Y la Luna rebalsaba, glotona, de luz.
Las aeromozas chilenas me miraron feo cuando pedí una cuarta latita de cerveza, pero me la trajeron a regañadientes. Y la bebí, aunque las muy putas me dieron la más caliente de la cola.
Miraba por la ventanilla el exquisito brazero de luces que quise creer era Mendoza y sentí las irrefrenables ganas de ir a mear. Me levanté de mi asiento y, al pasar, tuve que despertar al marmota que dormía junto al pasillo. Al acercarme, una de ellas, con un culo kilométrico y fuerte, me pidió que volviera a mi asiento porque estaba ocupado el WC. Me dijo que me avisaría cuando se liberara.
Volví a mi asiento asfixiando mis huevos entre las piernas. Ya no podía soportar más. Pero pensaba en que todavía era dueño de mi cuerpo y mis esfínteres deberían, al menos por un larguísimo tiempo, obedecerme a mí.
Miraba por la escotilla y esperaba... Afuera sólo se veía la negrura perfecta y circular de la noche, nada más. La aeromoza culona se acerca y me da la venia. Me levanto. Despierto otra vez al marmota dormilón. Ahora es mi miembro el que me dirige y no repara en ser, siquiera, educado y pedir perdón.
Antes de entrar al bañito químico ella me dice, con su rico asento chilensis, que debo apurarme porque pronto habremos de bajar. En eso se acerca una de sus compañeras y nos pide permiso para pasar ella primero. Yo la puteé en mi fuero interno, pero le cedí mi lugar. Delante de mí, a un paso apenas, estaba la puerta que separaba a los pasajeros de la cabina del piloto. Detrás de mí habían descorrido una persiana de tela de color púrpura. Pronto arribaríamos a Santiago y vi a la culona tomar un libro, abrirlo en cierta página certera, tomar el micrófono y dar las noticias y las consabidas instrucciones de aterrizaje en inglés. Eso fue pura desilusión. Yo creía que esa gente estudiaba inglés para laburar allí, y muchas veces, al pensar en esa estúpida cuestión, me menosprecié a mi mismo por no saber tanto.
A fin de cuentas, todo era una farsa. Tuve la oporunidad de verlo y, luego de ello, me sentí mucho mejor: Ya no me flagelaría tanto por no saber cosas que este universo pos moderno y neoliberal pareciera exigirnos a cada uno.
La puerta se abrío. Antes de entrar, la culona me vulve a repetir que me apure. Yo, con el chorro de alcohol en la punta de mi verga, no pude más que decirle, en el mejor criollo porteño, que me echaba una meadita rápida, que se quedara tranquila. Ella me sonrió y esa fue la única vez en que sentí simpatía.
Al salir me fui hacia mi asiento. Me abroché el cinturón y volví a observar por la escotilla. Afuera todo había cambiado. De pronto veía nubes blancas por doquier. Sólo atiné a pensar que en Santiago estaba nublado y bufé por ello. ¿Qué carajo, esta nubes? ¿De dónde saliéron? No entendía nada. Apenas diez minutos atrás estaba el cielo despejadísimo y la Luna, amorfra y sexual, bien abierta y resplandeciente, me dejaba atisbar la tierra, donde se veían las luces de las ciudades. Apoyé mis manos sobre mi rostro, para tapar el reflejo de dentro y observé con más atención... Al toque lo entendí todo y me caí de culo: ¡Aquellas nubes eran, en realidad, la puta Cordillera!
Ella, la vastedad, la extensión, el silencio permanente, la caricia blanca, estaba quietita ante mis ojos. Se mostraba como una vírgen timidona que no entiende lo que significa la desnudez pero sí el frío de la noche Ella, la dulzura terrenal, la más amiga de cualquiera, la única irrepetible, se me develaba inabarcable, con sus luces y sus oscuridades, con sus filos y sus quebradas, toda pura y milenaria.
Yo no podía salir de ese estado excitatorio que sólo suelen sentir los niños ante el asombro. Mis manos sólo se movían para limpiar el vidrio cuando mi aliento, desatado y libre, lo empañaba. No podía hacer más. Pensaba en mí, en mi vida, en mi ser. Yo, un pampeano, acostumbrado a no tener horizontes franqueables, acostumbrado a no tener ese tipo de límites, me conmovía. Allí, delante de mí, en la mejor noche de septimbre, se levantaba la ponderosa montaña. Y ella me hablaba... Me decía "Viví, padre. ¡Viví, mierda! Yo siempre voy a estar acá, a tu lado y no voy a decepcionarte".
Dentro del avión yo era el único argentino. Los demás dormitaban, leían o charlában entre sí. Yo, sentí, estaba fuera de allí, flotando ante la inmensidad de ella, quien me acariciaba tiernamente, quedamente, y me hacía sentir insignificante y feliz. El vidrio se empañaba, lo volvía a limpiar y seguía observándola y agradeciéndole. Y deseando abrir la escotilla y bajar, tirarme, caerme dentro de el Ande, gozosa, placenteramente.
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