El Río todo locura

La noche gana el camino. Vuelvo de las sierras enceguecido de tanta oscuridad.... Por detrás se oyen los lentos cascos de caballos negros. La costumbre citadina me fuerza a correr a la vera de esa ruta terrosa. Los hombres pasan silenciosos, firmes y acostumbrados: confié en que eran sombras de mármol. Cierto temor en mí había comenzado...
Por delante van perdiéndose los jinetes, y con ellos todo su rastro. Sigo caminando, a medias acompañado. Estoy muy drogado y ya no me causa gracia. Tres de nosotros ganaron entusiasmo de sativa y huyeron, jugando carreras hasta el pueblo. Imposible fue seguirles con la alerta de todos mis sentidos.
Curvaba el camino y no pude dar un paso más. Esperé a los demás, que reían detrás. Pero grité, con los brazos hundidos a mi cuerpo, ante la interminable guerra de las luciérnagas... Por allí chistaba la figura de un niño acorralando las ovejas dispersas. En su casa estaría el fuego encendido, y sobre él la olla de hierro negro. Seguramente…
Mi quietud hizo que temblara a la espera de un cuchillo extraño, aguardando el zarpazo del puma: los ojos de ese búho me estaban juzgando.
Ellos llegaron hasta mí con sus sonrisas de tuca imposible y pudimos seguir. La dureza que cementaba mis pies era imaginaria, delirante. Ellos reían, yo callaba: buscaba las luces de un auto destartalado, al menos... Sentí la contradictoria necesidad del ruido.
Seguimos camino abajo, huérfanos de la Luna. Ella se lo pasaba mejor en el pueblo, donde llegamos temerosos de los animales que en medio camino supieron cerrarnos el paso: los enormes y negros ojos de las vacas eran la sentencia de los asesinos, la muerte que nos deseaba el campo. El temor que sentimos fue absoluto.

Al día siguiente volvimos a las sierras en busca de nuestro remanso, y las vacas seguían siendo tan tontas como de costumbre....