El tipo no sabe qué escribir. Está sentado en su escritorio nuevo, solo en su habitación, mirando un bloc de hojas en blanco. Hojas tan limpias que impiden ser escritas. El tipo apunta su birome advirtiendo venganza y, sin embargo, nada puede dejar en ellas. Sin gestos en sus labios, las palabras mentales tampoco quieren salir y todo este simulacro pareciera ser en vano, como si el destino de aquella tarde ya le hubiera vencido. El tipo no sabe qué escribir y ahora está pensando qué podría contar, qué encontrar en esta búsqueda perpetua. Pero nada bueno se le ocurre. Ni siquiera nada malo, y eso le agobia sobremanera. Hace meses ya que ni siquiera un relato, unas líneas al menos. Nada. Su personalidad se retrae y su rostro ha perdido la profundidad de sus ojos. Todo su cuerpo denota perdición; es en su sentir la certeza de un fracaso: el suyo. Así, lo inamovible de todo este momento y la fuga continua de una posible historia, cualquiera, le despedaza el entendimiento, sintiéndose él mismo prisionero de su propia prisión: vacuidad del silencio constatable que apuñala la inspiración disipada, el orgullo de la obra y la impotencia disoluta. El tipo no puede escribir y queda silencioso, con una asfixiante mano sobre su frente y con el corazón ausente. Busca, y lo hace sin descanso. Busca contar algo, pero siente que lo narrable no le pertenece ya, que todas las historias le han abandonado y que no volverá a ser él mismo. No puede ni cree poder encontrar su relato y comienza a confiar en que jamás podrá relatarlo. Es que este tipo no sabe qué escribir y la realidad, hermosa y perversa, se le presenta constante y sonante... Y sin posibilidad de escape, sin posibilidades de reposo, siente en su ser cómo comienza a devorarlo, a inexistirlo...
Este tipo no sabe qué escribir y se está enterrando. Este tipo se está muriendo y nadie... Nadie lo sabe.
Este tipo no sabe qué escribir y se está enterrando. Este tipo se está muriendo y nadie... Nadie lo sabe.
Esta es otra quietud.
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