sábado, 27 de septiembre de 2008

NUEVE

IX


Con mi madre y mis hermanos solíamos viajar, por absoluta necesidad, a la capital desde Burzaco, donde hacía poco menos de dos años nos habíamos mudado desde Vicente López. Los trenes eléctricos no existían por esos lados, ni tampoco se nombraban aun. El transcurso del viaje era, entonces, normal pero lento por demás. Y más aun cuando el tren debía cruzar el riachuelo. Allí comenzó esta constancia...

Al salir de la estación de Avellaneda, la máquina aminoraba aun más su marcha. El férreo puente, de pronto, comenzaba a alargarse hasta el infinito –que para un niño es siempre poco más allá de sus narices-, al igual que los vagones del tren. No le temía al puente; jamás pude temerle. Pero habrá sido por la lentitud del paso por lo que acabé por creer que el nuestro descarrilaría, inevitablemente, para caer dentro del malsano y gomoso río. Sólo tuve coraje suficiente para ver las orillas que demarcaban sus negras aguas, y al sentir que llamaban, que atraían a caer, bajé de mi asiento y me acodé entre las piernas de mis hermanos y mi madre... Nunca nos hemos caído y sólo sufrí aquello una sola vez... Luego de ello no pude menos que recordar el episodio, evocando con detalle todas las sensaciones que se habían quedado en mí.
El tiempo fue pasando y nada pude hacer para detener mi crecimiento. Para entonces, aun sin entrar en la adolescencia, aquella experiencia y todo ese temor de tren descarrilado se habían convertido en un simple recuerdo. Pero luego devino algo peor: Aquel recuerdo supo sobrepasar las fronteras de todo el universo –al menos del mío- para apropiarse de mis sueños. Fue así que comencé a soñar el mismo episodio, vez tras vez, incansablemente... Con la extraña excepción de que en él siempre me veía como el adolescente que era, el joven que fui y como el hombre que soy.
Todo lo demás seguía intacto, y el tren nunca pudo caer dentro del río.

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