Aquella mañana comenzaba mi trabajo de corredor en Gaona y Donato Álvarez. En medio de Plaza Irlanda la helada del otoño tardío cobró a un hombre su vida. Los cuatro oficiales de la policía sabían que no se trataba de un homicidio: simplemente el cuerpo viejo y congelado de un vagabundo más, acaso una pequeña advertencia de lo que traería el crudo invierno de Buenos Aires. Aun así, la sorpresa y un dejo de dolor inundaba sus acostumbrados rostros: aquella muerte se podía haber evitado y eso, de algún modo, les molestaba, les entristecía. Entre ellos casi no hubo palabras.
Una negra bolsa plástica cayó sobre aquel apacible rostro que parecía querer despertar de un momento a otro. Una suave sonrisa rompía la quietud de su cuerpo. Quizá tuvo tiempo de soñar con quien amó o con quien supo amarlo alguna vez... Subiéronle a la camioneta azul celeste en una sucia y oxidada plancha de hierro con rastros de sangre vieja. El raído colchón de una plaza, su única propiedad, quedó allí, olvidado por los federales. Los oficiales subieron al vehículo, bajaron de la plaza y se perdieron por la avenida Gaona.
No hay comentarios:
Publicar un comentario