Ella es actríz y es una de las mejores. La conocí el sábado pasado, aunque mi deseo era hacerlo el día anterior.
Era viernes santo. Muchísima gente, con trabajos sensatos, empezaba a disfrutar de una pequeña estadía lejos de la capital y el conurbano. Sin embargo, yo debía trabajar.A la librería sólo entraban turistas extranjeros indignados ya que todo estaba cerrado en la ciudad que no duerme. Para mayor disgusto, El Ateneo cerraría una hora antes.
Llegué a las 8:35hs de la noche a Constitución. El primer servicio a Alejandro Korn salía recién a las nueve y cinco.El tren estaba completamente vacío, así que podía elegir cualquier asiento. Me decidí por uno doble a la mitad del vagón porque allí tendría una mayor probabilidad de no ceder mi asiento a mujeres embarazadas, con hijos o cualquier viejo. Es que hay ciertas noches en las que me siento demasiado cansado para pensar en el otro y trato de dejar de lado mi inclaudicable atención, cuanto menos sea por un viaje a la semana. Es decir, que me vuelvo una mierda.
El vagón comenzó a poblarse. Yo estaba del lado de la ventanilla, tomando una cerveza y oyendo música. Entonces, ella se sentó a mi lado.Siempre tengo la vaga esperanza de saber que una hermosa mujer habrá de sentarse junto a mí, y maquino cómo podría llegar a seducirla y ganarla. Pero como ello nunca sucede y, en su lugar, tengo que compartir mi viaje con viejas roncadoras y gordos sudorosos, me rindo ante la fatalidad de mi destino.
Sin embargo, ella estaba allí, con su pelo recogido y un mechón cayéndole sobre su ojo izquierdo. La sentí contenta y excitada, como deseosa de actividad. Su cuerpo se movía inquietamente.Ni bien se acomodó, abrió su cartera; sacó un estuche negro y, de él, unos anteojos negros. Se los puso, guardó el estuche y tomó un cuaderno de hojas rayadas y una microfibra de color negro. Acomodó su espalda al asiento, pensó o meditó sobre algo unos segundos y se puso a escribir. Sin parar.
Comencé a observarla de reojo, diciéndome a mí mismo que hay que tener valor para escribir en un lugar como aquel y, peor aún, en un país demasiado prejuicioso y harto lleno de envidia. Miré a nuestro alrededor y vi rostros que gesticulaban, silenciosamente, desprecio o incomprensión y algo más también. Me reí de todos ellos y mentalmente les decía “Ustedes no podrían hacerlo, aunque quisieran”.
Tiempo atrás yo también escribía en cualquier momento y lugar. En aquel entonces sentía que necesitaba imperiosamente descargar de mi cuerpo lo que por ahí llaman inspiración. No importa si ella llega en forma de una idea, una extraña sensación o apenas una difusa imagen, porque cuando lo hace es como si el cuerpo sintiera nada más que pulsión. Y arde, quema. Y lo único que alivia ese dulce ardor, en mi caso, es la escritura.Me han mirado mal por hacerlo, por supuesto. Hasta se rieron en mi cara. Como aquella noche, en uno de los bares más concurridos de Adrogué hace casi diez años, en que una mina tomó el papel en el que sólo había escrito muchas palabras y pocos verbos. Lo leyó en voz alta a sus amigas y acabaron por reírse y burlarse de mí. Les pareció algo patético y nada más alejado de una poesía o cualquier cuento.Podría haberles explicado que aquello no era más que un borrador; un frágil pero importante recurso de escritura para seguir trabajando en él, en ese poema que aun conservo desde aquella misma noche. Pero me sentí sin ganas de hacerlo y, a su vez, totalmente apenado. Entonces me di cuenta que me dejé vencer: me cohibieron y me diezmaron. Como si al escribir fuera de mi intimidad esperara, inevitablemente, la aparición de aquellas imbéciles mujeres y sus asquerosas carcajadas.Pero ella estaba allí, a mi lado, sin importarle una mierda de este mundo de ojos y comentarios a media voz, escribiendo sin detenerse.
Su texto comenzaba directamente con un diálogo entre dos personajes. Comprendí que se trataba de una pieza de teatro. Entonces fue cuando dejé de espiarla y acabé leyendo su espontánea obra sin importarme, u olvidándome, si la molestaba con mi curiosidad.De pronto se agotó la batería de mi reproductor. Bufé y puteé al mismo tiempo. Su mano se detuvo por un instante. Guardé el aparato en mi mochila y pensé en tomar el libro que no tenía ganas de seguir leyendo, porque mi deseo era hablarle.
Sentí una fuerte necesidad de cortarle el mambo creativo y decirle que la admiraba sin siquiera conocerla. Que brindaba por ella y su actitud. Y también, decirle que son las personas como ella las que me hacen ver que el mundo todavía sigue siendo una belleza.Quería agradecerle por ser así, porque sin saberlo ella pudo alegrar el triste y cansado día de un pobre diablo como lo soy yo.
Quería, necesitaba decirle esto y mucho más. Estuve a punto de hacerlo. Pero me contuve.
Una extraña voz surgió de la nada dentro de mí y me sentenció: “¡Basta! ¡Basta, basta y basta! ¿No estás cansado de elogiar a las personas, por más bellas que sean? ¿No te cansa mimarlas, incondicionalmente? ¿Y vos, qué? Ya nadie piensa en vos, nadie se preocupa por vos. Es más, nadie lo ha hecho ni quiere hacerlo. Nadie lo hará. ¿De qué te sirve hacer o decir algo que a la larga habrá de lastimarte?”.Me quedé callado. Mi pensamiento estaba en blanco, inerte. Sentí que comenzaba a sudar en frío, como siempre cuando algo me pone nervioso.
La voz volvió y dijo: “¡Ya estoy cansado de todo este rollo de sincera cordialidad y de tu afectuosa atención para con los demás! ¿Acaso podés ser más tonto todavía?”.Mi rostro se agrietó. De pronto me sentí enfurecido y asqueado de mi propia testarudez y de mi torpeza.
Justo en ese momento pasaba un vendedor de bebidas. Le pedí una cerveza. La destapé con bronca, le di un buen trago y decidí que no iba a hacer nada de nada.Me puse a mirar por la ventanilla, entonces, tratando de aprehender la velocidad del tiempo en la apacible noche de marzo.
Ella se bajó en la estación Adrogué y supe que había perdido la mínima oportunidad de conocerla. Ya fue, pensé: Ya fue.
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