I
En el baño del bar el inodoro está mal cagado. Me sorprende. Yo no entiendo cómo pueden errarle tanto a tamaño agujero. ¡Hay que ser hijo de puta!
En el acto de cagar mal y ensuciar todas las paredes, hasta las más recónditas e inaccesibles, existe la pulsión de que sea el dueño el que lo limpie. Cosa que suele suceder en este lugar.
Sin embargo, luego de mear, salí contento de allí, riéndome, porque el tacho improvisado que funciona como papelera higiénica pareciera ser de una empresa paraguaya que exporta mariscos. Raro, sí. Muy exótica la imagen de un Paraguay marisquero. Pero eso no es lo que me alegraba. Aunque me dio cierta gracia. Porque del Paraguay puedo esperar cualquier cosa: Hasta la revolución sudamericana.
A mí las casualidades suelen hacerme reír: Hace no menos de una hora que llegué al bar de G. y le comentaba que estoy aprendiendo, aunque a los tumbos, a hablar el guaraní en el trabajo. Él me preguntaba por qué guaraní y no inglés, o alemán. Yo le preguntaba ¿por qué no? Además esa lengua me gusta. Tiene musicalidad, sexo y un extraño libertinaje. ¿Qué otra cosa puede pedir un amante de las lenguas? Nada. O casi nada. Tal vez, aprender a hablarla con fluidez. Y no es nada fácil, sin el tereré, la cerveza y el vino rojo y sangrante, como aquella tierra.
Hablaba de las casualidades. Llegué, bebí mi litro verde y fui a desagotar. Ahí vi el tachito y leí su leyenda: “Che Mbaé”.
Leer eso y comprenderlo –a medias- me enterneció. Y pensé: Qué dulce, cuán coloquial y cariñosa esta empresa que te vende mariscos con el afecto de un saludo más que sincero: Che mbaé… ¡Hola gente! (Mañana caeré en la cuenta de que estaba equivocado. A medias, claro. Porque no significa eso, sino “Mío” en guaraní).
Yo vengo tomadito desde el tren. Dos latas de medio litro. Una en Constitu, como para sentir la libertad del yugo. La otra, saliendo de Avellaneda, o mejor dicho Estación Costeki- Santillán, como para festejar en silencio con toda la prole del sur: Gente curtida y cansada, con las manos callosas y el rostro empedrado, pero siempre conservando la excusa para festejar la risotada y el barderismo local. Mi mundo, en fin.
Pienso ahora en mi realidad diaria y me viene un dulce, bello y fugaz recuerdo: Una vez tuve la oportunidad de conocer a una chilena. Fue en el trabajo, ya que tengo la oportunidad de tratar con gente de todos lados. La cuestión es que ella me propuso que saliéramos a tomar algo. Quedamos en vernos al otro día a las siete de la tarde. Como buen argentino, confié en que no vendría. Pero lo hizo. Ya no tenía motivos para echarme atrás. Y nos fuimos por ahí.
Mientras caminábamos me preguntaba a mí mismo a dónde carajo la llevaría. No conozco la capital sino por las razones de todo aquel que vive lejos de ese nervio: Trabajo, alguna fiesta y algún que otro recital. No más. No sé cómo moverme allí en una salida de este tipo y lo que me mata es que en la Capi todo es jodidamente caro. Más aún hoy con la fackin devaluación. ¿Ya dije que uno de los peores males de este país son los comerciantes? Bueno, pues lo son: Los detesto. Con la excusa de la inflación no nos tienen ningún tipo de piedad. Y uno trabaja y tiene que garpar como un turista de plata fuerte. En fin… La política, la economía…. Pura bosta… Estoy desvariando, lo sé. No importa. Sigo.
Íbamos por Florida y nos acercábamos a Avenida de Mayo. Ella me contaba sus cosas, dónde estudiaba, de qué trabajaba. Hablábamos mucho de literatura. Algo que a los dos nos gusta y que ha sido una razón de peso para querer tomarnos unos birrines juntos. Mientras tanto yo seguía pensando en algún lugar lindo y barato donde estar. Además, estaba a mitad de mes y yo no paso del quince que ya no tengo un puto morlaco. Apenas para pervivir y gracias. Entonces vi la calle Esmeralda. Encaramos por ahí, como volviendo a mi trabajo y vi la confitería La Ideal. De barato, nada, por supuesto. Pero es un lugar hermoso y exótico, con una historia muy fuerte de lo que fue esta ciudad alguna vez, en ese momento de puro esplendor, y al que yo, por otra parte, tampoco conocía. Le dije “Entremos ahí”. Y allí nos fuimos.
En la calle, el sol de las siete y media de la tarde resplandecía como nunca. Era verano. Adentro, parecía las once de la noche: Luces tenues que la madera de las paredes chupaba como no queriendo dejarlas develar el lugar, columnas de cemento pintadas con un rojo fuerte y opaco y con tintes o ribetes dorados aquí y allá. Nos costó acostumbrar los ojos. Y lo primero que pudimos distinguir fue música. Allí, casi al final del salón, cerquita de la enorme barra de la confitería, un viejo de unos setenta y pico de años tocaba un viejo órgano de madera.
Yo no pude comprender si fue cierto temor, vergüenza o un fuerte deseo lo que nos movió a los dos a sentarnos casi al lado del organista. Allí dentro no había nadie todavía. Sólo estábamos ella, yo y las continuas e interminables melodías que ese viejo precioso nos regalaba sin importarle de nuestra presencia, pero que iba endulzándonos la tarde.
Pedimos nuestras quilmeñas cervecitas y fuimos destrabando las lenguas. El uno para el otro era un ser extraño tan cercano y perdido, a su vez, en la lejanía que demarcan las altas cordilleras y el voceo de la Historia, por lo que nos era imperioso preguntarnos todo.
Las horas corrían y sólo sentimos que teníamos que salir de allí cuando comenzó a llegar la gente para milonguear. El organista ya se había ido y en su lugar la orquesta de la noche ensayaba tangos alegres y milongas milenarias.
Salimos a la noche. Era tipo las nueve y media. Caminamos media cuadra, sonriendo y recordando el lugar que acabábamos de dejar cuando nos encontramos en plena avenida Corrientes. A dónde ir, era la pregunta obligada. Qué carajo hacemos, era lo otra pregunta que ninguno de los dos se animaba a responder. Yo ya no tenía opciones. Entonces me sinceré y le hablé de mi exclusión porteña, o mejor dicho hacia lo porteño, y le dije que lo único que podía ofrecerle era llevarla al lugar a donde suelo ir por las noches. Le aclaré que eso quedaba lejos y que podría ver una cara de Buenos Aires que no era la ideal. Por segunda vez ella despertaba mi asombro.
Buscamos el subte y llegamos a Constitución. Era sábado. La gente volvía de laburar, pero había un clima fiestero en el aire. El reggetón y la cumbia sonaban estridentemente dentro de los vagones, gracias a los vendedores de CD, y auguraban la efímera alegría de la noche. Dentro del tren la gente bebía y gritaba más que nunca, como si todo se hubiera preparado con antelación para brindarle a ella un mejor espectáculo. Allí estábamos nosotros: los grotescos, los chillones, los sin dientes (yo), los manocurtida, los jetadura…Los dos reíamos mientras bebíamos nuestras cervezas y de pronto comenzamos a hablar con un hombre de unos cuarenta años que venía de trabajar y que llevaba consigo una caja negra. Allí llevaba su acordeón. Él era de corrientes y en el transcurso del viaje nos fue contando su vida, con sus victorias y también sus derrotas. Nosotros pensamos que trabajaba con su instrumento, otro músico ganándose el pan. El tipo nos confesó que eso es lo que hubiera querido de su vida, pero que no fue posible. Y nos confesó que todos los días iba a su trabajo con su acordeón para poder tocarlo en sus descansos.
Entonces cruzamos el charco del Plata y el paisaje iba agrisándose. Ella me miró y me dio las gracias por llevarla y hacerla conocer mi ciudad.
Ahora estoy aquí, remembrando esos días tan hermosos que viví junto a ella, tomándome mi verdura, mi Heini, y pensando en el tachito guaraní. ¡Che Mbaé!
En este momento me siento algo triste, borrachín y triste. Y miro a mí alrededor…
II
¡Gente! ¡Gente por todos lados! Aquí dentro somos como una millonada. Mucha pose, mucho glamour momentáneo. Gritos histéricos y sin sentido. Chicos queriendo conquistar simulando estar borrachos, y chicas rechazándolos. Los detesto a todos… Y los amo.
Veo, observo. Los miro a ellos, tan orondos y pienso: ¡Quiero pertenecer a algo!
Pero yo no tengo arreglo. Cada vez que existe ‘algo’, allí hay gente: ¡Gente! Y me aterrorizan. ¡Los odio! ¡Los amo!
La música sube en decibeles considerables. Las voces aúllan más, compitiéndole. Todo esto ahora es una masa, un grumo. Yo estoy callado, bebiendo, solitario. La observo, la escucho y me enamoro de ella. Pero no sé por qué termino por detestarla más.
Los chicos y las chicas vienen y van. Siguen cayendo dentro de este bar tan acogedor, tan divino, tan democrático. Ellos se visten al son actual, de una actitud que pareciera permanente. Yo los observo, ya estoy pegado de alcohol, y no dejo de sentir cariño: En algún nervio me enternecen cuando actúan ese duro lumpenaje de la tristeza y la soledad, muy bien ensayada durante horas delante de un espejo antes de salir a la noche –donde por suerte todo llega a confundirse.
¡La vida intacta! ¡Cómo sufren estos muchachines! ¡Cuánto voy sufriendo yo!
Hablo con cierta forra envidia, claro. Y bardéo. Pero vos, quién seas (y espero seas vos), cuidáme. ¡Cuidáme!
Sigo observando la marea, porque ya no tengo a nadie y otra cosa no puedo hacer. Y trato de pensar. ¿Baére pensajína? En qué estás pensando, me pregunto, confidentemente. Y me contesto… Yo no sé qué carajo pensar, qué mierda opinar ni qué decir sobre ellos. Porque sé que no puedo medirlos con su vara, así como nadie pudo hacerlo conmigo en mi adolescencia. ¿Y quién, con treinta años, puede llegar a saber lo que piensan los de veinte?
Ahora río. Tengo que hacerlo. Así me voy calmando y quitándome este malestar que creo es pura y absurda bronca. Porque yo sé que alguna vez les llegará la dura certeza de que las modas dejarán de tener importancia, de que ese es un sostén que se vuelve inservible e innecesario. Y allí tendrán que comprender, tardíamente tal vez, que lo único que suele quedar es el dolor.
Allí es inevitable. Allí hay que empezar a comprender, dejar de hacerse el gil y pensar. Pensar mucho, aunque duela. Y por lo general, duele mucho… Y una vez que se llega a ese punto crucial, del que muy pocos escapan, tal vez puedas resolverlo tranquilamente, si es que tuviste una vida dulce llena de confort y bienestar. Si no la has tenido, sólo puedo decirte: Mucha, muchísima suerte, hermanito.
III
Mi mente… Mi mente –porque yo no tengo espíritu- se disgrega. Se dicotomiza: ¡Explota sin fin!
Estoy sentado en el último taburete de la barra, el mejor taburete y el más codiciado, con mis insípidas y fláccidas nalgas muy tranquilas y esto es lo único que quiero: Cierta tibieza y acariciadora lentitud.
Pero es cierto que existe algo hoy en mí que no puedo o no sé si quiero resolver. Creo que es la mucha lívido indecible, inexpresada, que ahora me anda molestando.
Yo sé que no quiero nada especial en esta corta noche – además, mañana tengo que ir a laburar-. Pero es mi cuerpo el que habla, el que me viene gritando. ¡Y el muy puto arde! Lo sé porque se me van cayendo los prejuicios y me olvido del histeriquismo juvenil que adorna este bello lugar. Y quiero algo preciso que no me atrevo ni me animo a definir. Entonces pienso en ellos, los vuelvo a observar y digo: ¡Que se curtan! Ya crecerán. Y cada cual tendrá su experiencia en este mundo. Y algunos gritarán más, y otros hablarán menos. La cosa es así.
(………………………………..)
De fondo suena Joy Division. Me alegro. Esta canción siempre me gustó. Levanto el vaso con pausa, lo acerco a mis labios, pero no bebo: Tarareo.
IV
¡No puede ser! ¡No puede! Ella está de espaldas a mí, es decir, de espaldas a cualquiera que esté postrado en esta larga barra, y no tengo algo mejor que decir: ¡Qué culo más hermoso se posa frente a nosotros!
Los muchachos de la barra son los reyes de la noche. Ella está prendiendo las velas que fueron apagándose con la noche. Yo sigo observándola. Hago gestos de indignación que H. entiende. Él se acerca, me llama con una sonrisa del mejor esbirro de la zona sur y me confiesa que E. se la está curtiendo. Se ríe. Yo me río y aplaudo al aire. Es lo único que me sale: Festejarlo.
Ella está casada. Tiene hijos, una casa, un esposo y varios perros asesinos que yo, particularmente, detesto. Son de esos grandotes y negros, artificiales, que llevan la locura en la mandíbula enorme y babeante. Los odio. No los amo… Pero ellos se gustan. Lo inevitable, a veces, sólo vive en el secreto. Yo sigo aplaudiendo, y cuando se acerca E. lo felicito. Él no entiende nada, ni por qué le doy la mano y la acepta, ni tampoco por qué H. no para de reírse con franca malicia y oscuro orgullo.
Ahora se aleja. Va hacia la otra punta de la barra. Y yo la observo, la fotografío, la filmo. ¡Qué culo, Dios mío! ¡Es hermoso! Pero no puedo pensar en él. No puedo hacerlo por mi salud, en primer lugar, y también por E. Porque él me cae mejor que su esposo… Tengo que pensar en algo horrible, en algo bien feo. ¿Qué mierda…? Ya sé: ¡Trabajo!
No existe en la vida nada más feo que trabajar mal pago. “Algunos poatronean, otros sirvientean”, dice Cucurto en algún lado. Y cuánta razón, ¡me cago! ¡Joder! Porque nosotros estamos del mismo lado, del único lado. Y esa esclavitud es horripilantemente necesaria. Y peor aún es laburar en relación de dependencia. Hasta la palabra suena mal: ¡Dependencia! Yo creo que esa relación se justificaría mejor con una cuota o cláusula explícita de sodomización: Trabajar por un sueldo que no alcanza y petéarla por el que realmente se necesita. ¡Entregar el orto de esa manera tal vez podría devolvernos ese tesoro precioso llamado dignidad!
¡Dios mío! Parezco una puta. Y lo soy: ¡Soy una puta barata con jornal fijo! Por suerte ya no pienso más en ese culo que se pierde en la oscuridad y el humo de este bar. Pero ahora pienso en ellas…
Yo siempre creí, inculcado por la moral cristiana y civil occidental, que las putas eran malas, inmorales, feas y sucias brujas que sólo se esmeran en el juego de pervertirnos y de hacernos caer en las fauces del mal – y ese argumento tiende a derribarse cuando es uno el que busca caer en ese abismo reconfortante-. Gracias a todos los laburos que tuve, hoy no pienso igual sobre ellas y las nombro como lo que verdaderamente son: Profesionales. Porque ellas tienen valor y dignidad, a fuerza de sangre y flagelos, de soportar toda nuestra locura, golpes, violaciones y un sin fin de dolores más que generan nuestras miserias más humanas. Ellas, lo sé muy bien, saben mucho más que yo.
(…………………..)
Ahora me voy. Ya me estoy yendo para casita. Mañana otra vez a laburar. No sé cómo voy a hacer para despertarme. Tomé demasiado. Se me aflojó la muñeca y perdí la mesura. Salgo por la puerta. Afuera hace mucho frío, pero yo no lo siento: Lo veo en los rostros de los demás. Saludo a M., quien siempre cuida la puerta, aunque al final de la velada todo el mundo termina entrando. Lo saludo y empiezo a caminar. Doblo por Rojas y me pongo a pensar en algo que estaba pensando. ¿Qué era? Ah, sí… ¡Che Mbaé! ¿Qué mierda significará? No sé. No me importa. Tengo frío, mucho frío. Ya quisiera estar en casa.
En el acto de cagar mal y ensuciar todas las paredes, hasta las más recónditas e inaccesibles, existe la pulsión de que sea el dueño el que lo limpie. Cosa que suele suceder en este lugar.
Sin embargo, luego de mear, salí contento de allí, riéndome, porque el tacho improvisado que funciona como papelera higiénica pareciera ser de una empresa paraguaya que exporta mariscos. Raro, sí. Muy exótica la imagen de un Paraguay marisquero. Pero eso no es lo que me alegraba. Aunque me dio cierta gracia. Porque del Paraguay puedo esperar cualquier cosa: Hasta la revolución sudamericana.
A mí las casualidades suelen hacerme reír: Hace no menos de una hora que llegué al bar de G. y le comentaba que estoy aprendiendo, aunque a los tumbos, a hablar el guaraní en el trabajo. Él me preguntaba por qué guaraní y no inglés, o alemán. Yo le preguntaba ¿por qué no? Además esa lengua me gusta. Tiene musicalidad, sexo y un extraño libertinaje. ¿Qué otra cosa puede pedir un amante de las lenguas? Nada. O casi nada. Tal vez, aprender a hablarla con fluidez. Y no es nada fácil, sin el tereré, la cerveza y el vino rojo y sangrante, como aquella tierra.
Hablaba de las casualidades. Llegué, bebí mi litro verde y fui a desagotar. Ahí vi el tachito y leí su leyenda: “Che Mbaé”.
Leer eso y comprenderlo –a medias- me enterneció. Y pensé: Qué dulce, cuán coloquial y cariñosa esta empresa que te vende mariscos con el afecto de un saludo más que sincero: Che mbaé… ¡Hola gente! (Mañana caeré en la cuenta de que estaba equivocado. A medias, claro. Porque no significa eso, sino “Mío” en guaraní).
Yo vengo tomadito desde el tren. Dos latas de medio litro. Una en Constitu, como para sentir la libertad del yugo. La otra, saliendo de Avellaneda, o mejor dicho Estación Costeki- Santillán, como para festejar en silencio con toda la prole del sur: Gente curtida y cansada, con las manos callosas y el rostro empedrado, pero siempre conservando la excusa para festejar la risotada y el barderismo local. Mi mundo, en fin.
Pienso ahora en mi realidad diaria y me viene un dulce, bello y fugaz recuerdo: Una vez tuve la oportunidad de conocer a una chilena. Fue en el trabajo, ya que tengo la oportunidad de tratar con gente de todos lados. La cuestión es que ella me propuso que saliéramos a tomar algo. Quedamos en vernos al otro día a las siete de la tarde. Como buen argentino, confié en que no vendría. Pero lo hizo. Ya no tenía motivos para echarme atrás. Y nos fuimos por ahí.
Mientras caminábamos me preguntaba a mí mismo a dónde carajo la llevaría. No conozco la capital sino por las razones de todo aquel que vive lejos de ese nervio: Trabajo, alguna fiesta y algún que otro recital. No más. No sé cómo moverme allí en una salida de este tipo y lo que me mata es que en la Capi todo es jodidamente caro. Más aún hoy con la fackin devaluación. ¿Ya dije que uno de los peores males de este país son los comerciantes? Bueno, pues lo son: Los detesto. Con la excusa de la inflación no nos tienen ningún tipo de piedad. Y uno trabaja y tiene que garpar como un turista de plata fuerte. En fin… La política, la economía…. Pura bosta… Estoy desvariando, lo sé. No importa. Sigo.
Íbamos por Florida y nos acercábamos a Avenida de Mayo. Ella me contaba sus cosas, dónde estudiaba, de qué trabajaba. Hablábamos mucho de literatura. Algo que a los dos nos gusta y que ha sido una razón de peso para querer tomarnos unos birrines juntos. Mientras tanto yo seguía pensando en algún lugar lindo y barato donde estar. Además, estaba a mitad de mes y yo no paso del quince que ya no tengo un puto morlaco. Apenas para pervivir y gracias. Entonces vi la calle Esmeralda. Encaramos por ahí, como volviendo a mi trabajo y vi la confitería La Ideal. De barato, nada, por supuesto. Pero es un lugar hermoso y exótico, con una historia muy fuerte de lo que fue esta ciudad alguna vez, en ese momento de puro esplendor, y al que yo, por otra parte, tampoco conocía. Le dije “Entremos ahí”. Y allí nos fuimos.
En la calle, el sol de las siete y media de la tarde resplandecía como nunca. Era verano. Adentro, parecía las once de la noche: Luces tenues que la madera de las paredes chupaba como no queriendo dejarlas develar el lugar, columnas de cemento pintadas con un rojo fuerte y opaco y con tintes o ribetes dorados aquí y allá. Nos costó acostumbrar los ojos. Y lo primero que pudimos distinguir fue música. Allí, casi al final del salón, cerquita de la enorme barra de la confitería, un viejo de unos setenta y pico de años tocaba un viejo órgano de madera.
Yo no pude comprender si fue cierto temor, vergüenza o un fuerte deseo lo que nos movió a los dos a sentarnos casi al lado del organista. Allí dentro no había nadie todavía. Sólo estábamos ella, yo y las continuas e interminables melodías que ese viejo precioso nos regalaba sin importarle de nuestra presencia, pero que iba endulzándonos la tarde.
Pedimos nuestras quilmeñas cervecitas y fuimos destrabando las lenguas. El uno para el otro era un ser extraño tan cercano y perdido, a su vez, en la lejanía que demarcan las altas cordilleras y el voceo de la Historia, por lo que nos era imperioso preguntarnos todo.
Las horas corrían y sólo sentimos que teníamos que salir de allí cuando comenzó a llegar la gente para milonguear. El organista ya se había ido y en su lugar la orquesta de la noche ensayaba tangos alegres y milongas milenarias.
Salimos a la noche. Era tipo las nueve y media. Caminamos media cuadra, sonriendo y recordando el lugar que acabábamos de dejar cuando nos encontramos en plena avenida Corrientes. A dónde ir, era la pregunta obligada. Qué carajo hacemos, era lo otra pregunta que ninguno de los dos se animaba a responder. Yo ya no tenía opciones. Entonces me sinceré y le hablé de mi exclusión porteña, o mejor dicho hacia lo porteño, y le dije que lo único que podía ofrecerle era llevarla al lugar a donde suelo ir por las noches. Le aclaré que eso quedaba lejos y que podría ver una cara de Buenos Aires que no era la ideal. Por segunda vez ella despertaba mi asombro.
Buscamos el subte y llegamos a Constitución. Era sábado. La gente volvía de laburar, pero había un clima fiestero en el aire. El reggetón y la cumbia sonaban estridentemente dentro de los vagones, gracias a los vendedores de CD, y auguraban la efímera alegría de la noche. Dentro del tren la gente bebía y gritaba más que nunca, como si todo se hubiera preparado con antelación para brindarle a ella un mejor espectáculo. Allí estábamos nosotros: los grotescos, los chillones, los sin dientes (yo), los manocurtida, los jetadura…Los dos reíamos mientras bebíamos nuestras cervezas y de pronto comenzamos a hablar con un hombre de unos cuarenta años que venía de trabajar y que llevaba consigo una caja negra. Allí llevaba su acordeón. Él era de corrientes y en el transcurso del viaje nos fue contando su vida, con sus victorias y también sus derrotas. Nosotros pensamos que trabajaba con su instrumento, otro músico ganándose el pan. El tipo nos confesó que eso es lo que hubiera querido de su vida, pero que no fue posible. Y nos confesó que todos los días iba a su trabajo con su acordeón para poder tocarlo en sus descansos.
Entonces cruzamos el charco del Plata y el paisaje iba agrisándose. Ella me miró y me dio las gracias por llevarla y hacerla conocer mi ciudad.
Ahora estoy aquí, remembrando esos días tan hermosos que viví junto a ella, tomándome mi verdura, mi Heini, y pensando en el tachito guaraní. ¡Che Mbaé!
En este momento me siento algo triste, borrachín y triste. Y miro a mí alrededor…
II
¡Gente! ¡Gente por todos lados! Aquí dentro somos como una millonada. Mucha pose, mucho glamour momentáneo. Gritos histéricos y sin sentido. Chicos queriendo conquistar simulando estar borrachos, y chicas rechazándolos. Los detesto a todos… Y los amo.
Veo, observo. Los miro a ellos, tan orondos y pienso: ¡Quiero pertenecer a algo!
Pero yo no tengo arreglo. Cada vez que existe ‘algo’, allí hay gente: ¡Gente! Y me aterrorizan. ¡Los odio! ¡Los amo!
La música sube en decibeles considerables. Las voces aúllan más, compitiéndole. Todo esto ahora es una masa, un grumo. Yo estoy callado, bebiendo, solitario. La observo, la escucho y me enamoro de ella. Pero no sé por qué termino por detestarla más.
Los chicos y las chicas vienen y van. Siguen cayendo dentro de este bar tan acogedor, tan divino, tan democrático. Ellos se visten al son actual, de una actitud que pareciera permanente. Yo los observo, ya estoy pegado de alcohol, y no dejo de sentir cariño: En algún nervio me enternecen cuando actúan ese duro lumpenaje de la tristeza y la soledad, muy bien ensayada durante horas delante de un espejo antes de salir a la noche –donde por suerte todo llega a confundirse.
¡La vida intacta! ¡Cómo sufren estos muchachines! ¡Cuánto voy sufriendo yo!
Hablo con cierta forra envidia, claro. Y bardéo. Pero vos, quién seas (y espero seas vos), cuidáme. ¡Cuidáme!
Sigo observando la marea, porque ya no tengo a nadie y otra cosa no puedo hacer. Y trato de pensar. ¿Baére pensajína? En qué estás pensando, me pregunto, confidentemente. Y me contesto… Yo no sé qué carajo pensar, qué mierda opinar ni qué decir sobre ellos. Porque sé que no puedo medirlos con su vara, así como nadie pudo hacerlo conmigo en mi adolescencia. ¿Y quién, con treinta años, puede llegar a saber lo que piensan los de veinte?
Ahora río. Tengo que hacerlo. Así me voy calmando y quitándome este malestar que creo es pura y absurda bronca. Porque yo sé que alguna vez les llegará la dura certeza de que las modas dejarán de tener importancia, de que ese es un sostén que se vuelve inservible e innecesario. Y allí tendrán que comprender, tardíamente tal vez, que lo único que suele quedar es el dolor.
Allí es inevitable. Allí hay que empezar a comprender, dejar de hacerse el gil y pensar. Pensar mucho, aunque duela. Y por lo general, duele mucho… Y una vez que se llega a ese punto crucial, del que muy pocos escapan, tal vez puedas resolverlo tranquilamente, si es que tuviste una vida dulce llena de confort y bienestar. Si no la has tenido, sólo puedo decirte: Mucha, muchísima suerte, hermanito.
III
Mi mente… Mi mente –porque yo no tengo espíritu- se disgrega. Se dicotomiza: ¡Explota sin fin!
Estoy sentado en el último taburete de la barra, el mejor taburete y el más codiciado, con mis insípidas y fláccidas nalgas muy tranquilas y esto es lo único que quiero: Cierta tibieza y acariciadora lentitud.
Pero es cierto que existe algo hoy en mí que no puedo o no sé si quiero resolver. Creo que es la mucha lívido indecible, inexpresada, que ahora me anda molestando.
Yo sé que no quiero nada especial en esta corta noche – además, mañana tengo que ir a laburar-. Pero es mi cuerpo el que habla, el que me viene gritando. ¡Y el muy puto arde! Lo sé porque se me van cayendo los prejuicios y me olvido del histeriquismo juvenil que adorna este bello lugar. Y quiero algo preciso que no me atrevo ni me animo a definir. Entonces pienso en ellos, los vuelvo a observar y digo: ¡Que se curtan! Ya crecerán. Y cada cual tendrá su experiencia en este mundo. Y algunos gritarán más, y otros hablarán menos. La cosa es así.
(………………………………..)
De fondo suena Joy Division. Me alegro. Esta canción siempre me gustó. Levanto el vaso con pausa, lo acerco a mis labios, pero no bebo: Tarareo.
IV
¡No puede ser! ¡No puede! Ella está de espaldas a mí, es decir, de espaldas a cualquiera que esté postrado en esta larga barra, y no tengo algo mejor que decir: ¡Qué culo más hermoso se posa frente a nosotros!
Los muchachos de la barra son los reyes de la noche. Ella está prendiendo las velas que fueron apagándose con la noche. Yo sigo observándola. Hago gestos de indignación que H. entiende. Él se acerca, me llama con una sonrisa del mejor esbirro de la zona sur y me confiesa que E. se la está curtiendo. Se ríe. Yo me río y aplaudo al aire. Es lo único que me sale: Festejarlo.
Ella está casada. Tiene hijos, una casa, un esposo y varios perros asesinos que yo, particularmente, detesto. Son de esos grandotes y negros, artificiales, que llevan la locura en la mandíbula enorme y babeante. Los odio. No los amo… Pero ellos se gustan. Lo inevitable, a veces, sólo vive en el secreto. Yo sigo aplaudiendo, y cuando se acerca E. lo felicito. Él no entiende nada, ni por qué le doy la mano y la acepta, ni tampoco por qué H. no para de reírse con franca malicia y oscuro orgullo.
Ahora se aleja. Va hacia la otra punta de la barra. Y yo la observo, la fotografío, la filmo. ¡Qué culo, Dios mío! ¡Es hermoso! Pero no puedo pensar en él. No puedo hacerlo por mi salud, en primer lugar, y también por E. Porque él me cae mejor que su esposo… Tengo que pensar en algo horrible, en algo bien feo. ¿Qué mierda…? Ya sé: ¡Trabajo!
No existe en la vida nada más feo que trabajar mal pago. “Algunos poatronean, otros sirvientean”, dice Cucurto en algún lado. Y cuánta razón, ¡me cago! ¡Joder! Porque nosotros estamos del mismo lado, del único lado. Y esa esclavitud es horripilantemente necesaria. Y peor aún es laburar en relación de dependencia. Hasta la palabra suena mal: ¡Dependencia! Yo creo que esa relación se justificaría mejor con una cuota o cláusula explícita de sodomización: Trabajar por un sueldo que no alcanza y petéarla por el que realmente se necesita. ¡Entregar el orto de esa manera tal vez podría devolvernos ese tesoro precioso llamado dignidad!
¡Dios mío! Parezco una puta. Y lo soy: ¡Soy una puta barata con jornal fijo! Por suerte ya no pienso más en ese culo que se pierde en la oscuridad y el humo de este bar. Pero ahora pienso en ellas…
Yo siempre creí, inculcado por la moral cristiana y civil occidental, que las putas eran malas, inmorales, feas y sucias brujas que sólo se esmeran en el juego de pervertirnos y de hacernos caer en las fauces del mal – y ese argumento tiende a derribarse cuando es uno el que busca caer en ese abismo reconfortante-. Gracias a todos los laburos que tuve, hoy no pienso igual sobre ellas y las nombro como lo que verdaderamente son: Profesionales. Porque ellas tienen valor y dignidad, a fuerza de sangre y flagelos, de soportar toda nuestra locura, golpes, violaciones y un sin fin de dolores más que generan nuestras miserias más humanas. Ellas, lo sé muy bien, saben mucho más que yo.
(…………………..)
Ahora me voy. Ya me estoy yendo para casita. Mañana otra vez a laburar. No sé cómo voy a hacer para despertarme. Tomé demasiado. Se me aflojó la muñeca y perdí la mesura. Salgo por la puerta. Afuera hace mucho frío, pero yo no lo siento: Lo veo en los rostros de los demás. Saludo a M., quien siempre cuida la puerta, aunque al final de la velada todo el mundo termina entrando. Lo saludo y empiezo a caminar. Doblo por Rojas y me pongo a pensar en algo que estaba pensando. ¿Qué era? Ah, sí… ¡Che Mbaé! ¿Qué mierda significará? No sé. No me importa. Tengo frío, mucho frío. Ya quisiera estar en casa.
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