GOYENA Y MANZANARES
sábado, 27 de octubre de 2012
FUERZA CARIOCA
viernes, 7 de enero de 2011
...
viernes, 26 de marzo de 2010
SUCEDIÓ UNA TARDE DE ABRIL DE 1995
Estaba este pastor, jovencísimo, gritando sálmos y sentencias bíblicas a través de un micrófono inhalámbrico en la Plaza de Armas.
miércoles, 4 de noviembre de 2009
SILENCIO COTIDIANO
Qué cosa, che. Con treinta y un años de edad, yo todavía no me habitúo para nada a usar celulares. Soy demasiado tosco, yo creo. Cuando puedo los compro o me los regalan. Sea por una o por otra cuestión, lo importante es que tampoco me duran: O los pierdo en cualquier lugar y de las formas más estúpidas o, simplemente, me los roban. Bueno, ésto último suele también pasarme muy seguido. Supongo que no me percato del peligro. Tal vez, entre muchos ejemplos que mis amigos pueden contar, vaya parado en el colectivo a la hora pico de la ciudad pensando en... Nada. Mejor digamos que pienso en nada. Noto levemente que la gente a mi alrededor comienza a alejarse pero no le doy mayor importancia. Al bajar en mi parada, y luego de unos cuantos minutos, sino horas, me percato que alguien me chafó o la billetera o el celular o ambas a la vez. Luego de meditar cómo pudo haberme pasado -o me lo esclarifica Martita, mi novia- caigo en la cuenta que la gente se corría porque habían comprendido que entre nosotros había un punga, un cogotero, a punto de ejecutar magistralmente su trabajo. ¿Por qué nadie dice ni hace nada en esos casos? No importa ahora. Ese es otro tema...
Pero qué cosa. Yo, aquí, trabajando y pensando en cómo me aburro en ciertos días -como hoy, que no entró nadie al negocio-, y veo a este hombre, podría decir a este anciano que aún está lejos del consabido deterioro humano al que todos llegamos algún día; veo a este hombre viejito, decía, muy orondo tomándose un café con su amigo, un poco menor que él, y los dos no paran de hablar por celular.
Claudia, la mesera pelirroja tan bonita y dulce -si Martita leyera esto me mataría, por eso no lo publico-, se acerca a la mesa. Al parecer el viejito la llamó y yo me perdí el gesto. Claudia se agacha para oír mejor lo que éste hombre le dice y yo pienso cómo puede ser que hable tan bajito ahora. Ella se va y al cabo de unos minutos, entre los cuales sólo se oye silencio entre los amigos, vuelve a la mesa y deja la cuenta en un platito de porcelana blanca y de forma rectangular.
Lo que sí, ahora tengo la sensación de que debería seguirlos cuanto menos unos días para saber si, efectivamente, Mauricio - o cómo se llame- pagará los próximos tragos. Es decir, el próximo y el próximo, se entiende.
miércoles, 30 de septiembre de 2009
“Me quedé inmóvil tratando de pensar qué hacer antes de morir, porque, a mi parecer, la muerte era segura después de haber ingerido esos hongos.
El Barba estaba en el trabajo y no escuchaba el celular. Llamar una ambulancia me parecía ostentar mucho mi muerte y generar chusmerío en el barrio.
Quería morir acompañada, eso sí, porque sola es deprimente.
Pensé que el mejor lugar es un shopping o un super o una casita de fiestas infantiles llena de vida y chiquitos jugando que saltarían sobre mi cadáver y habría globos de colores…”
sábado, 26 de septiembre de 2009
La Insaciable Necesidad De Cantar
Silbo cuando escucho música clásica. Particularmente: Chopin, Lizt, Beethoven, Rimski-Korsakov y Rajmáninov, entre otros.
Comprendo que si ellos me oyeran silbar sus obras, me patearían el culo.
Por suerte ellos están muertos y yo, como tantos, nací en una pobreza que no sabe de aristocracias musicales.
martes, 8 de septiembre de 2009
Falsa Complicidad
Ella había cumplido veinte años hacía un mes y él la aventajaba casi tres juventudes. Yo no podía comprender el hecho de que los dos fueran amantes. Y sin saber absolutamente nada de sus vidas y su pasado solamente podía suponer.
Quizá ella buscaba la madurez en aquella relación porque, a fin de cuentas, no buscaba sino poder amar al padre ausente. A él, por su parte, la relación le ayudaba a mantener su orgullo masculino y, a su vez, intentar recobrar su perdida juventud. Supuse que ese horrendo y desagradable hombre, nuestro jefe, sentía el vaho y los ojos de la muerte demasiado cerca y fuertes como para hacerle frente.
En aquella distribuidora uno trabajaba a desgano y se sentía mal, y no sólo por las arduas y pesadas jornadas que debíamos soportar por un mísero salario. Verlos juntos todo el día, sonriendo y acariciándose en una falsa complicidad, era el peor de los castigos: Siempre se tenían ganas de vomitar.
miércoles, 2 de septiembre de 2009
Un Mini Cupper Verde Inglés
Al segundo día de mi llegada a Galicia, aun cansado de mi viaje y sin poder quitarme de encima el horario de Buenos Aires, me llamó por teléfono Pablo, uno mis tantos primos españoles.
Tuve que levantar mi cuerpo de la cama, vestirme dormido y bajar hasta el bar donde me esperaba. Pablo estaba ansioso por conocerme y llevarme a conocer su terruño.
Al verlo no pude distinguir ningún rasgo de mi familia paterna. Es más, vi a un tipo pintón, fachero y carilindo, con una nariz respingada y perfecta. No como el gancho de aguilucho que nos caracteriza. Nosotros, los Gutiérrez, solemos ser simplemente interesantes y una máxima que siempre ha distinguido a mi familia ha sido: “No le pidas peras al olmo”. Pablo era la excepción que siempre creí no existiría.
Nos presentamos, yo bebí un café bien negro y fuerte para despertar del todo y salimos hacia la Plaza Barceló donde estaba su auto estacionado. A la distancia sonó una alarma y tintinearon las luces de un bellísimo Mini Cupper de color verde inglés. Era un auto hermoso, pequeño pero ganador. Y estaba altamente tuneado. Mi primo era alto pistero.
Bajamos hasta la ría y cruzamos el Puente de los Tirantes. Tomamos la otra orilla y fuimos en dirección a Poio. Mientras subíamos por la ruta Pablo me preguntaba si me gustaba Pontevedra, si ya conocía España. Yo le respondía secamente, algo cohibido. A fin de cuentas, fuese mi primo o no, era la primera vez que le veía en mi vida y ante situaciones similares casi nunca sé muy bien cómo reaccionar. Mi primo seguía preguntándome sobre todo y mis respuestas se tornaban peor que las respuestas de un cuestionario de verdadero-falso. Pronto nos callamos.
Pasamos Poio y de ahí en más mi memoria perdió los nombres de los pequeños pueblos por los que atravesábamos. En cierto lugar Pablo se desvió del camino. Quería mostrarme el departamento que había comprado sin que su madre lo supiera. Era una enorme construcción sin terminar, como las tantas que se pueden ver hoy en Galicia. No me causó ninguna impresión, apenas era una estructura de cemento vacía. Pero me alegré por él y lo felicité.
Volvimos a la ruta. Le pregunté hacia dónde iríamos. A San Xenxo, me contestó Pablo. Allí está una de las mejores playas de Pontevedra, y pude comprobar que es cierto. El agua del mar es exageradamente cristalina y desde el mirador se podían ver los tintes que jugaban entre el verde, el gris claro y el azul profundo. Daba pena el tornillo que hacía aquella tarde de Abril. De lo contrario, me hubiera desvestido y me hubiera zambullido en el agua de cabeza.
Pablo me contaba que allí arriba, por toda la costa de San Xenxo, era donde estaba la movida, la diversión. Monstruosas discotecas una al lado de la otra, las cuales abrían sus puertas alrededor de las cuatro de la madrugada, auguraban la prolongación de la fiesta y la felicidad a pura música electrónica. El Paraíso, según mi primo español.
Volvimos a la Plaza Barceló, estacionó el auto y yo creí que mi paseito había terminado. Aun faltaba mucho por conocer, al parecer, y Pablo estaba absolutamente convencido que me llevaría por toda Galicia esa misma noche.
Fuimos a un bar moderno pero con cierto estilo irlandés. Allí estábamos tomando unas cañitas con dos amigas de mi primo, de las cuales no recuerdo sus nombres pero sí recuerdo que eran preciosas. Niñas bonitas de diecisiete o dieciocho años, no más.
Una de ellas nos contó una de sus tantas anécdotas, la cual yo recuerdo de la siguiente manera: La flaca tenía dieciocho años recién cumplidos y aun no había terminado la “prepa”. Al parecer tenía que dar un examen para recibirse, matemáticas, materia en la que siempre falló. La última vez que lo intentó le pasó lo siguiente…
Ella estaba en su departamento supuestamente estudiando cuando de pronto la llama su madre al celular. Ésta le dice que está en el garaje y le pide que baje de inmediato. La piba no entendía nada de nada, pero tomó el ascensor sin pensárselo mucho. Allí abajo estaba su madre y su padre y detrás de ellos un flamante auto nuevo con un cordel de regalo que lo atravesaba de una punta a la otra. Entonces la madre le dijo: “Si mañana apruebas la asignatura, este carro será tuyo”.
La flaquita aun sigue estudiando para dar el examen de matemáticas y el tu-tú fue devuelto a la agencia.
La risa, simplemente, estalló. Yo también reí, debía hacerlo por respeto a los amigos de mi primo Pablo. Pero pensaba: “¿Qué carajo estoy haciendo acá?”. Di cualquier excusa, a Pablo en primer lugar, y me largué de ahí. Realmente estaba cansado del viaje y no tenía ánimos para comprender, todavía, los problemas de otro tipo de sociedad.
lunes, 31 de agosto de 2009
Los Testigos De Jaimito
Salía en la mañana de mi casa bastante dormido cuando me topé con dos mujeres. Me preguntaron si tenía un minuto puesto que necesitaban hacerme una pregunta, y yo, tan despistado, les dije que sí, que no había ningún problema. Pero lo había: Esas locas resultaron ser evangelistas.
¿Hace cuánto tiempo que no me molestan? Puedo afirmar, con sinceridad, que más de diez años. Particularmente desde que me revelaron el secreto para espantarlos.
Mi compañero en la escuela primaria se llamaba Fabián Escudero. Era alto, delgado, rubio y de ojos azules. Llevaba el pelo siempre engominado, por lo que parecía esos niños de los años
Mis padres salían todos los sábados por la mañana. Iban al centro de la ciudad a comprar verduras, pescado y frutas a la feria trashumante, por lo que me quedaba solo en casa. Antes de salir mi madre me decía: “Ojo con el gas; siempre cerrá la llave de paso. No pongas música muy fuerte. Y no le abras a nadie, aunque te digan que nosotros lo mandamos”. Mi padre, por su parte, me reprendía diciéndome que no prendiera las luces: “Usá la luz del sol”. Jamás pude comprender a qué se referían. Casi nunca prendía las hornallas para calentar siquiera el agua para el mate, no oía música porque me gustaba ver televisión y no prendía las luces por considerarlo un acto estúpido. Además, dormía casi toda la mañana hasta que ellos volvían.
Por la cuadra de mi casa pasaban miles de vendedores ambulantes vendiendo antenas para televisores, tendederos para colgar la ropa, espejos, azafrán y hasta libros usados. A todos les decía lo mismo. “No, no. Gracias”. Y volvía a mi cama o al sofá. De quienes no podía librarme con tanta facilidad era de los vendedores de la palabra de Dios.
Los padres de Fabián eran, de entre los hermanos, de los más entusiastas y lideraban un grupo de ocho o diez personas encargadas de peregrinar justamente en mi barrio. Su madre se llamaba Sofía. Era una mujer altísima de cabello lacio y rubio y sus ojos eran de color celeste. De joven habrá sido, seguramente, una bellísima mujer.
Sofía llegaba a media mañana con un grupo de mujeres a la puerta de mi casa y tocaba el timbre o golpeaba las manos hasta que le contestaran. Jamás pude hacerme el distraído, por lo que solía hablarles desde la ventana. “Mis papás no están ahora”, les gritaba. Pero no las amedrentaba en lo absoluto. Les daba una pena enorme no encontrar a mis padres en ese momento pero me pedían que me acercara a la puerta de calle para, cuanto menos, oír lo que ellas tenían para decirme y, así, yo se lo diría a mis padres a su regreso.
Por supuesto yo era un niño de unos seis o siete años al que le costaba poco y nada confiar en cualquier persona del mundo –aun cuando me hayan aleccionado para desconfiar de todos-, pero tampoco era tan tonto. ¡Los Testículos de Jehová, como solíamos llamarles con mis amigos, querían tenderme una trampa! Les insistía en que no podía abrirle la puerta a nadie y menos aún acercarme a la reja. Ahí era cuando aparecía Sofía. Me saludaba y me decía que era la mamá de Fabián. Con eso bastaba. Ella sabía que no podía negarme a saludar a la madre de mi compañero de escuela. Entonces debía salir y comerme una perorata divina de cuanto menos veinticinco minutos. Y de todo cuanto Sofía me decía, apenas si me quedaba alguna que otra frase suelta en mi memoria, más las mil doscientas veces que utilizaba la oración “Dios, nuestro Señor”.
Así viví al menos hasta los doce o trece años de edad. Siempre sucedía lo mismo. Las mismas mujeres, el mismo intento por mi parte de negarme a salir y, por supuesto, el mismo chantaje de Sofía, aun sabiendo que Fabián había cambiado de escuela hacía ya cuatro años y lo veía muy de vez en vez en el almacén de Doña Enriqueta cuando me mandaban a comprar.
Cierto día me reencontré con Fabián Escudero en la fiesta de un amigo que teníamos en común. Lo vi cambiado: Ya no llevaba el pelo engominado sino un corte muy moderno. Vestía pulcramente, es cierto, pero se notaba que le importaba la estética y le gustaba cualquier prenda que no fuera el consabido traje de vestir de color gris, camisa banca y corbata negra.
Recuerdo que me impactó verlo fumar cigarrillos y, peor para mi asombro, beber cerveza como el que más. Me acerqué, nos saludamos y nos pusimos a conversar. Yo le preguntaba, o medio le reprendía, si sus padres estaban al tanto de que fumaba y bebía. Fabián se me rió en la cara como si le hubiese contado un excelente chiste o una vieja infidencia. Me quedé atónito e inquieto, sin saber qué decirle. Y aunque ya éramos bastante grandecitos, el recuerdo de la golpiza me desanimó para embocarlo en la napia.
Mi viejo compañerito de escuela fue a buscar unas cervezas, se sentó nuevamente a mi lado, me dio una botella, me abrazó y me preguntó si yo verdaderamente creía que él podía profesar las mismas pavadas en las que creían sus padres. Nuevamente me quedé sin respuesta.
Entonces Fabián fue explicándome el hecho de que sus padres se hayan convertido al evangelismo, y aún cuando a él mismo lo hayan bautizado bajo esa misma fe, no significaba que él fuese evangelista por defecto. Fabián tenía muy en claro desde pequeño, según me contaba, que quería ser cualquier cosa antes que un predicador o, simplemente, un imbécil más teniendo que dejar de vivir y ser feliz para tener que peregrinar calles y calles en busca de adeptos. Y lo que más le gustaba a Fabián Escudero, además de los cigarrillos, los amigos, el escabio y las chicas, era, en definitiva, el dinero.
Me confesó que los evangelistas mueven toneladas de dinero y que, las más de las veces, aparentan no tenerlo cuando, en realidad, lo tienen y en cantidades para derrochar. Pero el problema, o lo que a él no le gustaba, era que no le sacaban ningún provecho. Y Fabián quería guita: Plata para comprarse lo que quisiese, para viajar a donde desee y hasta para malgastarla en estupideces que le dieran un mayor estatus –o, simplemente, placer-.
Conversamos y nos reímos durante toda la noche y nos sentimos, al menos yo lo sentí así, como si hubiésemos sido de los mejores amigos en la infancia. Creo que así sucedió porque él se complacía que alguien del pasado descubriera su más íntima verdad, puesto que jamás dejó de ir con sus padres a la iglesia ni de salir a evangelizar con su padre por otros barrios hasta que fue mayor y se fue de la casa y del país. Y por mi parte lo sentí cercano porque pudo confirmar mi idea de que ser evangelista puede ser una tortura viviente y, también, porque lo vi como un descarriado de la senda del Señor. No, mejor aún, como el mismísimo Lucifer: Inteligente, sagaz, dramático, complaciente y con deseos muy precisos y claros.
Luego de la fiesta viajábamos en el colectivo recordando pendejadas de escuela, de la frígida de la directora que nos castigaba hasta por respirar y de mil cosas más. Sin embargo, algo me quedaba picando en la cabeza. Le pregunté, entonces, por qué él siendo hijo de padres evangelistas y perteneciendo a los Testigos de Jaimito –como se les conocía despectivamente por la gente del barrio-, y sin faltar a las costumbres familiares y religiosas de los suyos, haciendo finalmente lo que realmente quería, por qué no se copaba y le pedía a su madre, a Sofía, que me dejara en paz y que entendiera que ni yo ni ninguno en mi familia estaba interesado en lo absoluto en convertirse al evangelismo.
Antes de bajarse del colectivo me preguntó si realmente quería deshacerme de ellos y de sus continuas visitas de sábado por la mañana. Le contesté que sí, que era una de las cosas que más deseaba en la vida. Fabián se rió y me dijo: “La próxima vez que vayan a tu casa salí hasta la puerta con una gran sonrisa, pero lleváte encima la imagen de la Virgen María”.
sábado, 22 de agosto de 2009
EL DESIERTO
Hombres armados irrumpieron en nuestro pueblo. Venían en nuestra búsqueda.
Hoy rememoro sus rostros y estoy seguro que la mayoría no pasaba de los diecisiete años de edad. Y sin el fusil en sus manos y el odio en sus ojos, que nos aterraba en la espesa madrugada, uno podría haber pensado que no eran más que adolescentes jugándonos una broma pesada.
Mi padre siempre nos decía que el hombre sabe cuando está enamorado porque siente un leve cosquilleo en el pecho, muy cerca de su corazón. También nos decía que aquellos que carecen de la capacidad de amar se tornan irascibles y acaban generando dentro de sí la ignorante envidia que suele enceguecer la razón. Eso, según mi padre, se sentía simplemente en el estómago, porque allí es donde se recrea el odio y su absurdo.
Sus gritos nos obligaron a salir de nuestras casas y yo me los imaginé como si todos hubieran sido engendrados por un enorme estómago putrefacto.
Por oriente se vislumbraban los primeros rayos de luz. En apenas unas horas nos habríamos despertado para recomenzar con nuestra jornada. Por un momento sentí que todo el sonido del mundo había desaparecido y miraba al sol como si fuese por primera vez.
Aquellos hombres comenzaron a golpearnos. Mi abuela, la madre de mi padre, no había podido tomar su dentadura postiza cuando la arrastraron hacia la calle. Eso no valió de nada ante la diversión de los soldados. La golpearon con la culata del fusil y reían al ver brotar la sangre de las encías de la pobre vieja. Lloraba, caída en el suelo, y mi padre la abrazaba con desesperación mientras levantaba su brazo izquierdo para protegerla.
¡Que valga el ejemplo!, gritó uno de ellos, al parecer de mayor rango, al tiempo que golpeaba a un hombre en el estómago. Ahora afuera, espetó. ¡Afuera escorias!
Allí estábamos, en el medio de la calle, temerosos y casi desnudos. Entonces los soldados entraron a nuestras casas y las rociaron con gasolina. Pero no prendieron fuego. Al contrario, se parapetaron, quieto y ausentes, al frente de cada casa. Esperaban. Ellos sabían algo. Nosotros, nada. Nuestro temor se tornaba irracional, pues ni siquiera pensábamos en la muerte sino en algo mucho peor. ¿Pero qué puede haber en este mundo que sea más terrorífico que la propia muerte?
Un auto de color negro se acercó lentamente y de él bajó el que supuse era el General de las tropas. Llegó hasta nosotros con pasos satisfechos y se paró frente a los soldados, reposando sus manos en su espalda. Levantó su vista y ante un leve gesto de cabeza los soldados lo saludaron al unísono. Aquel hombre parecía no importarle nada en lo absoluto.
El General, que bien pudo ser mi abuelo o el tío de mi amiga Héléne, nos observaba en silencio, orgullosa y desafiantemente. Su rostro nos mostraba una gran sonrisa maliciosa. En ese momento no pude comprender cabalmente por qué ese hombre sentía tanto placer.
Luego de pasearse ante nosotros se quitó el sombrero y habló. Su voz era como el grito de un animal en peligro, ronca y desesperada, que nos decía que nosotros no éramos dignos de tan bella tierra y que, por ello mismo, debíamos huir de ella pues “en una Nación de hombres y mujeres fuertes como la nuestra no hay cabida para los débiles”.
El General volvió a callar. El silencioso aire matutino iba cortándose por los gemidos de nuestras madres cuando aquel volvió a mostrarnos su horrible dentadura al tiempo que gritaba una orden sin siquiera mirar a sus soldados. “Quémenlas”, había dicho y me figuré que él era la representación viva del Diablo.
Vimos arder nuestras casas. Queríamos comprender lo que sucedía y creíamos que aquello era un horrible sueño. Estábamos temerosos, no sabiendo qué hacer ni siquiera qué decir.
Nadie podía escapar y a nadie se le ocurría aquello. No sin comprender lo que verdaderamente estaba sucediendo. En silencio, caminábamos su camino. Mis padres así lo hacían, sosteniéndose de las manos, y así también lo hice yo y todo mi pueblo.
Al cabo de una hora salimos de la ciudad, quedándonos cara a cara con el desierto. Allí seguimos caminando alrededor de dos horas cuando de pronto las tropas se detuvieron. Los soldados rompieron el corral y armaron una fila detrás de nosotros. La gente se preguntaba qué podría suceder ahora, qué es lo que pretendían de nosotros. Mi abuela miró a su hijo y le pidió que no la dejara: “No quiero estar sola”, recuerdo que le dijo. Mi padre la miró con endurecidos ojos y la tomó en sus brazos. “No te preocupes, madre. Estaremos juntos. Eso es lo único que sé”. Al oír decir esto a mi padre tuve la vaga certeza de que tanto él como mi abuela eran los únicos de entre nosotros que habían comprendido lo que habría de suceder.
Mientras el Ejército Turco nos vigilaba en aquella disciplinada formación, llegó hasta nosotros un camión con soldados de alto rango, de entre los cuales se encontraba aquel que había mandado a quemar nuestras viviendas.
Era ya de día y comenzaba a sentirse agobiante el calor de aquella región. Todos sabíamos que aquel habría de ser uno de los días más calurosos del año y comprendíamos que en días así lo que más escaseaba era el agua.
Hubo, entonces, un breve silencio. Los hombres se miraban con una extraña esperanza, frunciendo el entrecejo para caer nuevamente en la misma congoja con la que habían sido despertados. El General nos preguntó si habíamos comprendido lo que nos había dicho. Ninguno supo responderle. El hombre sacó un revolver de su cinturón, dio dos disparos al aire y gritó: “¡¿Entendieron?!”. Aterrorizados, afirmamos con la cabeza.
Su horrorosa voz de mando nos obligó a darnos vuelta. Volvíamos la cara al extenso desierto. Héléne abrazaba a su padre. Su madre no estaba entre nosotros.
La última orden que aquel General, gozoso y complacido de su misión, nos impartiera jamás la podré olvidar: “Allí tenéis vuestra codiciada libertad. La tenéis frente a vosotros. Si la queréis, obedecedme… Allí, su libertad. Pronto, a correr. ¡A correr, dije, escorias! ¡A correr!”.
viernes, 7 de agosto de 2009
ESTOS RAROS TANGUEROS NUEVOS
miércoles, 5 de agosto de 2009
¡NI A PALOS!
Por favor: ¡Mátenme!
viernes, 31 de julio de 2009
ESTADO DE ANIMO
VUELO 480
viernes, 24 de julio de 2009
CINCUENTA ANIVERSARIO
- ¿Qué? –dijo de pronto.
- No, nada. –contestó ella.
Y perpetraron nuevamente el silencio.
- ¿Segura? –inquirió él, algo molesto.
- Segura, querido. No dije nada –sentenció ella.
Y consumaron el matrimonio una vez más.
SIESTA SANTIAGUINA
Llega Santiago al pie de este árbol sin ser reconocido y, mientras su nombre posa sus espaldas sobre la longevidad de esta corteza, recurre a la quietud de su forma, disponiendo su atareada existencia a la ignorancia de la historia de la que es parte cada una de sus ramas. Busca la serenidad de un sueño ajeno a él, propio de aquella sombra.
Pasado el mediodía toda verdad se disipa, la mentira es irrecurrente y las preocupaciones son desterradas a una efímera y certera lejanía necesaria. Santiago duerme a un costado del camino y quien por allí pase casualmente caerá en plena confusión por no saber si a los pies de aquel árbol duerme un hombre o si en sus espaldas descansa, rendido, su ombú.
LA ERA DEL ABURRIMIENTO
La puerta de la azotea estaba abierta de par en par. La mujer cogió su arma y salió fuera no sin antes dar una ojeada panorámica al sitio. Nadie a la vista. Caminó hasta la barandilla y la recorrió metro a metro. Colocó su arma en el agujero de la chimenea, al tiempo que sus ojos se acercaban a aquella boca negra por encima de su custodia de hierro. Nadie. Volvió sobre sus pasos, siempre alerta, tratando de encontrar a aquel que había robado la tienda denunciante, pero nadie estaba allí. Nadie a quien arrestar.
La mujer uniformada de verde oliva enfundó su quinto miembro al tiempo que maldecía a su jefe, a la chusma y a la vieja guacamaya. Nada había valido su corrida presurosa y la perjudicial tensión ante un estado de alerta, ante peligro cualquiera, había sido vana. Con el sentimiento de haber sido burlada una vez más bajó las escaleras esperando no encontrar a nadie.
Al llegar al cuarto piso salió a su encuentro nuevamente la chismosa del 4º C, quien le preguntó si había encontrado al malhechor. La mujer de verde, masticando bronca de días, le pidió a la vieja que no mintiera y le dio la espalda sin siquiera saludar. “Pero es verdad”, gritó la viejecita desde atrás y la mujer de verde le gritó “Mentirosa” sin mirarla. Lo último que escuchó la mujer oliva fue un sordo “Mala agradecida” y salió a la calle.
La uniformada estaba harta. Sus días habían comenzado mal desde que se alistó en el ejercito, pues para aquel entonces ya se había reestablecido la democracia, aún cuando la habían ilusionado con que aquella sería pasajera. Ninguna sublevación a la que responder, entonces, y ningún enemigo interno al que eliminar. Tan solo las mismas sosas denuncias de siempre, el desalentador arresto de ladrones apolíticos y católicos violadores, y, por si fuera poco, los mismos e inextinguibles viejos parlanchines de costumbre.
El orden -si es que ello existe- había sido reestablecido y con él, la nueva era del aburrimiento militar.
ETERNO DOMINGO
De un salto abandonó las sábanas, dejando tras de sí la pequeña biblioteca de hierro, la mesa ratona y la puerta de su habitación. Al llegar al living de su hogar quedó estupefacto ante lo que, por desgracia, tuvo que ver: su padre y sus hermanos miraban televisión en ocioso y lánguido silencio, mientras su madre planchaba, callada, la ropa de todos al son de sus amargos mates.
Perplejo, con su mano izquierda sosteniendo una de sus pesadas sienes, volvió a la cama con la misma tristeza que supo cobijarlo la noche anterior. Se recostó lenta, muy lentamente boca arriba, con sus brazos y su cuerpo vencidos... Nada quedaba por hacer. Todo estaba ya dicho: su familia había muerto.
jueves, 9 de julio de 2009
UNA IDIOTA ENTRA EN LA TIENDA
lunes, 6 de julio de 2009
LECHE HERVIDA
viernes, 3 de julio de 2009
REVERTIDO
miércoles, 1 de julio de 2009
ALGUNAS VECES PASA
Las más de las veces, lo confiezo, quisiera estar en mi casa, solo, sin nada qué hacer, salvo ver una pelicula. Pero no una cualquiera. Y el ambiente debría ser el siguiente: Afuera tendría que estar lloviendo. Debería ser a fines de la primavera. En el conventillo tendría que reinar el más dulce silencio y la tierna oscuridad de la tormenta a las dos y media de la tarde debería adornar mi habitación. Entonces prendería mi computador y dejaría correr ese dvd que tanto necesito ver.
La historia no sería simple ni compleja. Acaso si llegara a ser una historia. Tal vez, y puede que sea lo fundamental en el asunto, carezca de un argumento. O, también, ella estaría sobrecargada exageradamente de argumentos. Pero eso no es lo importante en esa modorreada y placentera tarde de perfecta soledad.
Lo que verdaderamente me importaría es quedar embelesado ni bien comenzada la historia. Porque en ella podría ver cómo se narra la vida, entre muchas otras vidas, de alguien igual a mí. Para ser más preciso, ese alguien tendría que ser yo y aquella vida que se narra, y que yo vería metido en la cama, sería la mía.
Por supuesto, si esto sucediera, no pediría que el final fuese de rosas. Pero eso sí: Exigiré que nadie me asesine.